Monday, August 06, 2012

Onirica

Vuelo sobre algo, parece un aerodino. El paisaje urbano debajo de mi se ve exquisito: supercarreteras nitidas, edificios preciosos, colores brillantes que contrastan contra un cielo azul intenso, casi sin nubes. Sobrevuelo un enorme autobus rojo, me acerco para descender sobre él y seguir así mi viaje. Será vehículo terrestre pero no rastrero, va a toda veocidad. Atravesamos un túnel muy bien iluminado, un paralelepípedo de concreto, gris claro, de baja alzada. Siento que me va a comprimir contra el bus pero no pasa nada.
 

El bus se ha transformado en una caja oblonga de metal, vieja, orinada. Hay dos seguros circulares sobre mis pies, frente a mi. Será un ataud o no, dudo. Siento movimientos lineales, vueltas en ángulos de 90 grados, lentas, de oficio. No me siento incómodo, ni temeroso. Será un ataud, me pregunto de nuevo. No hay que desesperar, de seguro lo tienen que abrir. Por una hendija larga y estrecha entra algo de luz pero de pronto se cierra sin dejarme en la oscuridad. Oigo y veo cómo giran los seguros, en direcciones opuestas.
 

Soy omnipresente, veo todo lo que sucede como en un atestiguamiento. Sí es un ataud, pero muy pequeño, no alcanza el metro de largo. Estuvo pintado de rojo alguna vez, de ese color le quedan algunos vestigios. Su destino final es llegar a las manos de un viejo indio, ataviado al estilo de Gandhi. Como él, usa anteojos. Es alto, muy moreno, de carnes enjutas, aspecto sucio, barba corta poblada y muy blanca. No deja de repetir un mantra, continuamente, mientras saca cuerpos de los ataudes conforme le van llegando, para cremarlos.Delante suyo está una especie de mesa hecha con una tabla sostenida apenas por objetos delgados. Está cubierta de hollín o de una sustancia negra, desagradable. El ambiente es tan sucio como el hombre. Sobre la mesa hay tres figuras. Me parecen iconos de dioses antiguos. Sigue la letanía, no cesa un segundo.
 

De reojo veo salir mi cuerpo del ataud. Es más pequeño que el ataud todavía, con el rostro ya ennegrecido por la descomposición, envuelto en algo blancuzco. Mi mano lo eleva en el aire, a distancia. El cadaver levita y siguiendo mis ordenes ataca al viejo, pero sin efecto.
 

Ante mis ojos se ha tranformado, ha sustituído su cara por la de uno de mis hermanos. También hay cadenas de oro apiladas una sobre otra. Le ordeno al zombie que se las robe, orden que cumple con la boca, devorándo la que se encuentra más arriba. El anciano, ignorandome, sigue su macabro trabajo cantando su salmodiante letanía. Harto de no obtener resultado ataco a las figuras con un martillo de madera hasta convertirlas en polvo negro. Pero, imperturbable, el viejo sigue con su canto, cremando cuerpos.
 

Aparce una representación tradicional de la Muerte, vestida de blanco. Es muy pequeña, le gesticula al viejo para que se defienda, para que haga algo en mi contra. Sobre ella caen mis martillazos hasta convertirla en polvo blanco. Lo atiborro sobre la palma de la mano derecha para soplarlo contra el rostro del repugnante vejete. Por el contacto empieza a gritar, las carnes se le caen a pedazos, se desorbitan sus ojos. Sufre mucho. Asumo que ha muerto.
 

No, me digo, esto no está bien, debe ser destruido. Procedo a incendiar todo, a convertirlo en polvo negro, en ese hollín inmundo que rodeaba al enloqueciente cremador.

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