Friday, March 24, 2017

Alien Covenant: el afiche

Foto: 20th Century Fox
Según se ve por el afiche más reciente, publicado el 23 de marzo pasado, Alien: Covenant es un filme que promete mejorar la calidad de una franquicia que ha tenido sus altibajos, pero que ha sabido mantener el interés del público, así como nutrir a su creciente fan base.

Estoy totalmente de acuerdo con Hoai-Tran Bui, quien escribe en el blog Film, blogging the reel world. La composición es de raigambre renacentista y para sustentar su argumento cita a la pintura, La caída de los ángeles rebeldes, de Frans Floris (1517-1570), y a la escultura, El rapto de Perséfone, de Gian Lorenzo Bernini (1598-1680). Ciertamente, ambas obras pudiesen haber inspirado al o a los ilustradores encargados de realizar el afiche, es cuestión de intertextualidad.

Hay otro aspecto importante: su oscuridad monocromática, iluminada por una fuente única que filtra la luz a través de lo que parecería un aguijero pequeño, desde lo alto de la imágen, de inmediato recuerda a escenas dantescas del infierno tal y como las ilustró Gustave Doré (1832-1883). Abajo, en ese inframundo sufren hombres atrapados y posiblemente devorados por los xenomórfos. Mientras, arriba, a la izquierda, se ve a la reina original de la franquicia en lo que podría ser un easter egg muy interesante: la sugerencia de su próxima reaparición en la serie.

La vocación artística del afiche se refuerza por su límpida diagramación, libre de ruidos textuales. Tal vez por eso no cita al elenco del filme, solo a sus formatos de proyección que, de todos modos, están discretamente presentes. Y vuelvo con Bui, si al arte de un afiche los produtores le han puesto tanta atención, debemos esperar a un filme que esté a la altura del mismo. ¿No les parece? ¡Ah, cómo extraño a H. R. Giger (1940-2014) !

Wednesday, March 22, 2017

Cuatro historias que sugieren la posible existencia del carro salado I Parte

Foto: Vía Universal Music.
En la conseja popular de la mera República de Guatemala existe el mito del carro salado. No es que sea comestible y se le condimente. Primero, estar salado, en lenguaje vernáculo significa ser perseguido por la mala suerte. Y segundo, un auto se sala cuando se tiene sexo dentro de él.

Por tanto, si un vehículo sufre de una serie interminable de averías, provoca gastos recurrentes por reparaciones inservibles -porque sigue dale que dale con los gastos-, o presenta desperfectos inexplicables, la gente dirá que está salado. La solución clásica es venderlo o abandonarlo, pero mejor lo primero, aunque el comprador se quede, no solo con un limón, sino también con la mala sal del vehículo.

Primera Parte I / IIII

A Markus Obrist y Elías Trejo Alejos, porque son los únicos que los reparan.
A Néstor Larrazabal Bobadilla, porque, bueno, ¡mejor dejémosle estar!.

Las siguientes anotaciones son bosquejos de narrativas inspiradas en hechos reales, tres de las cuatro me constan. La restante, contada por un amigo me resulta creíble por las credenciales que el susobicho ha demostrado en su vida. Esta es la primera entrega.

I Auto: Buick Century V8,  modelo 1973
(vivencia personal)

A finales de los años 80 los V8 ya eran temibles resabios de una era que no sabía nada de conservación de la energía, menos de ahorro de combustible. Vetustos dinosaurios, execrable muestra de irrespeto al medio ambiente, que circulaban gracias a otros dinosaurios, aquellos escudados tras el argumento "¡yo puedo pagar esta mierda!", si se les increpaba por su alto consumo de combustible. O por quienes no podían pagarse algo más nuevo, i.e., mi caso.

Mi dama de entonces aullba por un carro y un mi cuate vendía su flamante Buick. "En perfectas condiciones" resultó una ganga por 1,200 pesos. Sí pues. Marchó sobre ruedas unos cuantos meses, hasta que se desalineó el tren delantero. Claro, antes ya había sido necesario enlllantarlo y cambiarle los parabrisas. El primer signo de lo que vendría se hizo evidente cuando me dijeron que era necesario desarmar todo el tren delantero para repararlo. Se hizo y fue devuelto con el timón colocado alrevés. A pesar de las protestas del mecánico, se tuvo que desarmar de nuevo para dejarlo bien.


Foto: Buick.
La alegría no habría de durar más de dos meses. Al volver del trabajo y tomar las rampas para subir de la Roosevelt al Periférico perdía potencia. Las compresiones estaban bajas. Se le cambiaron bujías, contáctos eléctricos, en fin, servicios menor y mayor, pero siguió igual. Como fallaba la bomba de gasolina, que era eléctrica y no la original, se le hizo una pequeña reparación. Pero el fallón seguía igual. Harto y desesperado, acepté el consejo del mecánico y procedí con el ovarhaul: meses y meses en el taller, en tiempos pre-Internet.

Algunas de las refacciones vinieron de Inglaterra pero, recuerdo, los ocho cilindros costaron menos que cuatro para Totoya en ese tiempo. Cuando se concluyó la reparación: ¡Oh flamante auto de nuevo! ¡Con toda su potencia y funcionando a la perfección! Pero, como el motor había recuperado su brío, se jodió la caja automática de tres velocidades. Chingose y ya no cambiaba, había que forzarla a mano. A reparar la caja se dijo (vía Vaccaro). Quedó perfecta. Entonces falló la bomba de gasolina y después el carburador. Se reparó la primera, pero el mecánico estimó innecesario reemplazar el segundo, a pesar de mis protestas: "Se puede arreglar", me dijo. Y lo arregló.

Tras un breve periodo, volvió a descomponerse la bomba y por exceso de fondos el auto se quedó frente a mi casa durante meses. En un momento dado apareció la Muni: Si no lo quitaba se lo llevarían con grúa, así le dijeron a la doméstica, una zacapa de 16 años, muy hermosa. "¿Qué les digo?", me preguntó. "¡Ah! ¡Qué coman mierda!", me dije en voz alta. Obediente, de inmediato salió y les dijo, "¡Dice que coman mierda!". OMG, a tapar el clavo para evitar que se lo llevaran.

Luego, un señor mexicano, alto y obeso, con bastón, me pidió el auto. "Es de tamaño compacto -me dijo-, y me conviene porque es automático, por mi pierna mala me será más fácil de conducir. Te doy Q1,500. Yo lo dejo como nuevo". "Nein", le dije, "¡ya le metí mucho pisto y no lo doy!": Craso error. Craso y carísimo error.

Sucedió entonces que el mecánico se lo llevó. Para arrancarlo utilizó una minibomba de gasolina colocada directamente sobre el carburador, supuestamente reparado. Pero como el motor estaba fuera de tiempo -o eso me dijo don Luis, el mecánico- y la bomba de gasolina funcionó de golpe, hubo fuga de combustible. Y hubo un chispazo y el carro se incendió. Lo apagaron otros mecánicos frente a su taller en la Calle Martí.

La escena era desoladora. El parabrisas estaba rajado en varias partes, voló el capó y el motor y el sistema eléctrico estaban ennegrecidos e irreconocibles. Se fundieron las claveras de las luminarias delanteras, se deformó la parrilla y parte del forro del panel delantero estaba semi derretido. Era el fin. El mecánico ofreció repararlo "poco a poco", menos al cableado del sistema eléctrico.

Llamé a un amigo experto en el tema. "Sí, afirmó, lo puedo recablear, te va a costar una fortuna y no te doy garantía alguna. Entendé que se trata de una especie de prueba y error, hasta que ya no dé problemas. Me tomará entre nueve meses y un año realizarla".

El mecánico me dio Q600 por la chatarra, por pagos, y la unidad fue a parar en manos del gerente de una empresa importadora de maquinaria pesada, quien la quería para sacar repuestos para otro Buick Century V8 del mismo modelo. Antes de comprarlo, con ese mismo dinero podría haber tenido un rubí de estrella (corindón rojo con inclusiones de rutilo). Una piedra hermosa, aunque con mucha seda. Ah, pero fue más importante complacer a la dama, con los decritos y execrables resultados.

Otrosí: Estos hechos sucedieron a finales de los años 80 del siglo pasado. Este año, en marzo, el cuate que me vendió el carro, me dice: "¡Vos! Todavía me debés parte del pago de aquél Century que te vendí, solo me pagaste 800...". Como diríamos en buen chapín, ¡por vía de la gran puta!

Tuesday, March 21, 2017

El punto de inflexión en la vida de Miyamoto Musashi, el samurai invicto


Duelo entre Sasaki Kojiro y Miyamoto Musashi, monumento en Funijama, Japan.
Foto: Roger Ferland, via Flickr, 2007.
Miyamoto Musashi tenía tres horas de retraso. Este era su modo habitual de actuar. En el aire era palpable la tensión imperante en la playa. Sasaki Kojiro caminaba arriba-abajo sobre la arena fina con las manos en la espalda. Su ira se alzaba con el sol, y con cada minuto que pasaba sentía acrecentado el insulto contra su honor. La fecha era el viernes 13 de abril de 1612.

Kojiro era considerado uno de los mejores samuráis de Japón. Fue famoso en todo el reino por su velocidad y precisión, y se hizo aún más notable por su arma preferida. Manejaba una enorme no-dachi, una espada japonesa curvada al estilo clásico, pero con una hoja de más de un metro de longitud. Su tamaño y peso la convirtieron en un arma brutal, nada sutil, pero Kojiro había perfeccionado su uso hasta un grado inaudito en todo Japón.

Como su habilidad se había perfeccionado, había ganado muchos duelos, y para cuando estaba esperando en esa playa, en la isla de
Ganryū-jima, ya se había asegurado una posición cómoda como jefe de armas del daimio del clan de Hosokawa. Su fama había crecido con su habilidad y, finalmente, paró llamando la atención de Miyamoto Musashi.

Musashi era un ronin, un samurái sin amo. Había matado a su primer oponente en combate único a la edad de 13 años y había ganado duelo tras duelo mientras viajaba por Japón y perfeccionaba sus habilidades. En Japón, en aquella época, no era raro desafiar a otros a duelo, ni siquiera a la muerte, por ninguna otra razón que mostrar dominio. Musashi no fue la excepción. Su talento era tan grande que, a la edad de treinta años había envainado sus dos katanas e hizo sus duelos con dos bokken -espadas de práctica de madera-, sin importar cuál arma decidiera utilizar su oponente.

El séquito de Kojiro incluía sirvientes, amigos, estudiantes, cocineros y a un montón de funcionarios que habían venido a presenciar el evento para reportarlo al daimio. Llegaron en barco desde temprano por la mañana y los sirvientes levantaron un dosel en la playa. Se encendió un pequeño fuego, preparando comida y té, para cuando el gran samurái conociera a su oponente. El duelo se concertó a través de un intermediario a petición de Miyamoto y la fecha y hora fueron establecidas por él.

Kojiro había llegado tres horas antes, y cuando el amanecer se rompió lentamente y sus sirvientes se ocuparon de establecer el campamento, se había sentado en profunda meditación, a cierta distancia, preparándose mentalmente para el combate. Se levantó un poco antes de la hora acordada con el retador y tomó un poco de té, conversando cortésmente con los oficiales y bromeando con sus amigos. Su compostura era sublime y su séquito y sus estudiantes no tenían ninguna duda de que iba a dejar muy corto a su rival.

Tres horas más tarde, sin embargo, la mañana se estaba convirtiendo en tarde y Kojiro había perdido la compostura. Se paseaba, gruñía, maldecía y regañaba a sus sirvientes. Estaba claro de que su ira por el comportamiento insultante de su retador estaba llegando a un grado peligroso. En un intento por aplacarlo, uno de los oficiales le sugirió que Musashi no llegaría, que había huido del duelo aterrorizado ante la perspectiva de enfrentar al gran Kojiro. Pero Kojiro no aceptó tal argumento. Conocía la reputación de Musashi. Este comportamiento sólo podría tener la intención de insultarlo.

Duelo entre los dos grandes, datos inciertos. Fuente: Wikipedia.
De hecho, Miyamoto no estaba lejos. Se sentó con las piernas cruzadas en un pequeño bote de pesca que se mecía suavemente sobre la marea, en una mínima ensenada al sur de la playa donde Kojiro se paseaba enfurecido. El suelo de la embarcación estaba lleno de virutas rizadas, porque el maestro de la espada tallaba sin prisas con su cuchillo. Lo acompañaba el dueño del barco, un pescador anciano, arrugado y quemado por el sol, que había sido pagado generosamente para que pusiera sus barco y remo a disposición de Musashi.

El remo de repuesto estaba en el regazo de Musashi, quien con su cuchillo afilado había pasado cuidadosamente la mañana sacándole forma. Era largo y se había hecho graciosamente curvado y perfectamente equilibrado: un bokken salido de la mano de obra más fina. Musashi observaba el sol mientras trabajaba.

Musashi era una persona de apariencia extraña. No llevaba adornos, sólo un sencillo traje y un cinturón para la espada. Sus pies estaban desnudos y sus ojos saltones miraban tan fijamente que era desconcertante. Su pelo estaba atado en un bollo simple y funcional, en la parte superior de su cabeza.
Se le veía una barba de varios días en su rostro pálido y huesudo y su piel estaba cubierta con muchas cicatrices pequeñas y lívidas.

Era evidente, si se le miraba con detenimiento, que no se había bañado durante algún tiempo y que su sencilla túnica mostraba muchas manchas y parches descoloridos. En conjunto, su figura era de mal aspecto, muy diferente de las ostentosas muestras de riqueza y armas favorecidas por muchos samuráis de la época. La única parte de su atuendo que parecía bien cuidada era su katana apareada a su cinturón. La madera oscura y pulida de sus vainas brillaba bajo el sol de la mañana.

Con una palabra tranquila, Musashi le pidió al pescador que los llevara a la playa, donde esperaba Kojiro. El pescador obedeció.

Al principio, Kojiro no reconoció a su oponente. Musashi se sentó bajo y adelante en el pequeño bote, con sus armas escondidas: parecía hundido en sus pensamientos.

¡Es él! -gritó uno de los sirvientes que había corrido hasta la orilla del agua- ¡Musashi llega al duelo!

La sangre se esfumó de la cara de Kojiro, mientras Musashi se levantaba lentamente en el bote. Su insolencia era inaudita. ¡Este no era comportamiento para un samurái! Llegar tan tarde era bastante malo, pero llegar así… Sin afeitar, sucio, con ropa desaliñada y sin séquito, solo con un pescador viejo y con cara de mendigo. Kojiro sintió el insulto contra su honor con más agudeza, así como a la ira que lentamente se había ido acumulando durante toda la mañana. Tembló de rabia y extendió una mano a su porta-espada, quien se apresuró a presentarle su gran no-dachi.

Leyendo la fortuna a Miyamoto Musashi
Impresión por Utagawa Kuniyoshi (1797-1861)
La enorme espada brilló al sol mientras Kojiro cargaba contra su oponente. Enfocó su enojo en un punto fino, que le recorrió brazos y manos hasta concentrarse en la cruel punta de la hoja. En su mente, donde hace un momento reinaba gran ira, ahora solo había silencio. ¿Pero qué era esto? Musashi saltó del oleaje y se precipitó hacia la izquierda, pero no sacó ninguna espada; Su única arma era un bokken de madera, similar en tamaño y alcance a la espada de Kojiro. Kojiro vaciló durante una fracción de segundo.

¿Qué puede significar esto? La arrogancia del hombre que desafiaba al gran Kojiro con una espada de práctica de madera era incomprensible. Se volvió para seguir a Musashi y se le lanzó con un gran barrido de su espada. El insolente se agachó justo a tiempo para evitar el golpe. La no-dachi pasó a sólo unos centímetros por encima de su cabeza: Una pequeña nube de pelo negro flotaba en el aire tranquilo.

Resultó que Musashi estaba agachado. El bokken subía, pero la enorme no-dachi estaba en manos de un maestro y Kojiro no retrocedió. Su espada silbaba sobre su oponente, pero Musashi había desaparecido. Se había movido un paso hacia la derecha y su bokken golpeó. El aliento de Kojiro lo abandonó y el siguiente fue un golpe salvaje.

La espada de madera le dio un impresionante golpe en un lado de la cabeza, y cuando se tambaleó, el arma de su enemigo se estrelló contra su costado  izquierdo con una fuerza increíble. Sintió cómo se le rompían las costillas, seguido por un dolor terrible y agudo en el interior de su pecho. No podía respirar: el mundo se bamboleaba ante sus ojos.

Los oficiales, el personal y los sirvientes observaron con horror cómo Sasaki Kojiro cayó hacia adelante sobre la arena. El combate había terminado en segundos, y el victorioso samurái se inclinaba ahora hacia su adversario derribado y luego hacia ellos. Los observó por un momento, se puso en pie y luego comenzó a retirarse rápidamente hacia el bote. Hubo ruido de golpes de acero y gritos cuando un grupo de amigos de Kojiro, y sus estudiantes, sacaron sus espadas y corrieron hacia Musashi. Pero él ya estaba sobre las olas, en el bote. Se había ido. Su propósito en la isla Ganryu estaba cumplido, pero rodaron lágrimas de sus extraños ojos, mientras el viejo pescador los alejaba de la playa.

Miyamoto Mushashi fue victorioso, pero había destruido a uno de los mejores guerreros del reino, y la inutilidad de esa muerte lo golpeó tan fuerte como su propio golpe letal había acabado a Kojiro. No había ganado nada con su victoria, al contrario, se había perdido todo. Al igual que el bokken de Mushashi, la habilidad de Kojiro había sido tallada lentamente sobre materia prima de su propia vida. Ahora se había ido y su muerte no había servido de nada.

Musashi continuó estudiando y enseñando el arte de la esgrima a lo largo de su vida, pero nunca más mató a un oponente en un duelo.

Por Barney Higgins, publicado en War History Online el 7 de abril de 2016

Traducción: klavaza
Ilustraciones: War History Online