Serían las once de la noche cuando Luis me dejó frente a mi casa. Introduje la llave pero no abrí la puerta porque preferí perseguir alguna aventura nocturna.
Me apresuré sobre la acera hasta dar con un pequeño antro rockero. Un letrero escrito a mano anunciaba alimentos preparados y cervezas. Ordené una soda light y un emparedado de carne con frijol.
Dos chicas se acercaron, me llamaron por mi nombre y afirmaron ser amigas de un amigo común: Ángel, un satanista, poeta, escritor, fan, buscador de secretos, esoterismos y cábalas. La más alta dijo llamarse Melissa, no le creí pero acepté su impostura. La menuda calló, observaba la escena con frialdad y con un mohín de sorna. “Siéntense, me gustan las damas interesantes”, les afirmé. “Y guapas”, acotó Melissa, con un ademán para señalar su cuerpo, un poquito pasado de peso pero delicioso.
“Me han dicho que sos todo un maestro en la Magick de Crowley, que en el pasado realizaste portentos y que el Tarot canta en tus manos”, continuó con fingido desgano, casi antes de sentarse. Su mirada era inquisitiva y su metalenguaje recordaba a un maestro cuando reta a su alumno en un examen final.
“Nadie lo es en Crowley, sólo él conocía sus recovecos y sin ellos su magia se convierte en un laberinto sin entrada ni salida”, respondí a la defensiva.
“Qué humilde el nene”, dijo la otra, “y qué falso, porque sabemos de tu capacidad para mentir”. Su voz aguda denotaba a un interrogador experto. De allí seguimos una especie de juego del gato y el ratón que me sofocaba y me hacía sentir acorralado.
De pronto ya no podía escuchar porque la música de fondo me había ensordecido. La voz de Melissa era aterciopelada, pero su rostro adquirió un leve resplandor verdoso, sus ojos se enrojecieron y su aliento se hizo tan fétido como el hedor de una cloaca callejera.
Estaba mareado, tenía cosquilleos en los pies y la música se distorsionaba. Pensé que la luz tenue y el ambiente contaminado me tenían así, además, sentía sueño. Melissa notó mi cansancio. Tal vez para retenerme preguntó si con la magia sexual se podría dominar a la pareja, mientras asía a su amiga por el cuello y la besaba con obscenidad. No recuerdo si respondí, creo que sufrí un blackout.
Cuando desperté estaba sobre mi cama, vestido, con náusea, adolorido y sufría una rinitis terrible, habían transcurrido dos días desde aquella noche y horas después de levantarme no superaba la modorra.
Un día más tarde me apareció una mancha roja en la parte izquierda de la nuca, “debe ser un hickey”, pensé para confortarme.
El primer síntoma de un creciente mal se declaró cuando los comentarios en doble sentido me empezaron a irritar hasta parecerme burdos abusos. Seguido, perdí contacto con la gente, el sentido del humor, el hambre y el deseo sexual. Me repugnó la luz solar y durante la noche la mancha, sin abrirse, supuraba con un olor nauseabundo.
Mis pesadillas, regulares desde la infancia, se convirtieron en sueños lúcidos en los que me veía comiendo cadáveres de santos o profanando sus reliquias. Durante el día me torturaba un tinitus que me obligaba a cubrir las orejas con las manos. No era raro despertar con un canto gregoriano clavado dentro del cráneo, pero si lo atendía se convertía en voces soeces que proferían insultos y groserías. Cuando era intenso, provocaba fosfenos y las caras se deshacían en muecas horrorosas.
En vez de lascivia sentía hambre por las mujeres, las olía, pero su olor no motivaba deseo, sino hambre, hambre por engullirlas. No sabía ni cómo ni porqué. Así pasé seis meses. Estaba demacrado, exhausto, me desmayaba y por los vómitos continuos me creí de vuelta a la bulimia y a la anorexia.
Comía poco, exclusivamente carne. Alimentos como las entrañas de vacas y cerdos, siempre repugnantes, se convirtieron en manjares exquisitos, mejor si estaban crudos, sin la menor elaboración. Descubrí que beber sangre bovina me hacía sentír mejor durante lapsos breves, así que me convertí en una especie de indigente de los rastros.
Un día, en un sueño, vi a Filipo II de Macedonia decapitando a una prostituta llamada Melissa y desperté llorando. Entonces consulté al Tarot: Ella era la clave de mi situación. Ya no tenía dinero porque había perdido el trabajo.
La incoherencia se apoderaba de mí y la gente, hasta mi vieja gata de 15 años, evitaba mi compañía. La vida se convirtió en episodios de asco, fotofobia y pesadillas diurnas y nocturnas cuyo marco era la obsesión por Melissa, mi único objeto sexual. En mis fantasías me deleitaba degradándola en escenas de vileza escatológica en las que campeaban el sexo anal y el sadomasoquismo.
Me había convertido en un servil instrumento de la Gran Prostituta de Babilonia, una voz me lo reprochaba día y noche. Debía satisfacer mi obsesión o me hundiría en la locura. Entonces decidí encontrarla: le asigné el papel de mi salvadora, del ángel que me sacaría de aquél abismo, porque los medicastros del Seguro Social se limitaron a diagnosticar una “reacción alérgica atípica agravada por una extrema somatización por tendencia a la hipocondría”.
Fatigué calles, callejones, cantinas y lupanares pero sin éxito. Busqué la ayuda del satanista. Nos encontramos en un mercado y al verme me aconsejó el suicidio, “si es que alguna dignidad te queda”. Aún así intercedió por mi y logró concertar un encuentro entre ella y yo. Fue de noche frente a uno de esos hoteluchos que ofrecen “agua caliente, cable y servicio las 24 horas”. Esperé con angustia, el barrio no era malo, pero era rojo y estaba desierto.
Por fin llegó mi Diosa en un Jaguar último modelo. Bajó la ventanilla pero no apagó el motor. Me habló sin dirigirme la mirada, con los ojos cubiertos por anteojos oscuros. Lucía elegante y olía a perfume. No sentí hambre por ella, sino reverencia. Ante su belleza y perfección me sentí inmundo y mis fantasías me parecieron venganzas impotentes, despechos pueriles. “Das asco y pena”, sentenció con voz ronca y rudeza. “No quiero tenerte cerca, nunca creí en una transformación fallida, sabía de ellas pero las consideraba supersticiones medievales, cuentos chinos. En realidad, te mordí sin querer, sin pensar. Acabá con tu miseria, sólo tenés que comulgar, pero en tu asqueroso estado te bastará con entrar en una iglesia”. También sugirió que el suicidio, “podría ser una solución”. Subió la luneta, aceleró y se fue.
Quise gritar para que escuchara mi súplica pero un dolor no me dejó. Mientras, otro blackout se apoderaba de mí.
After King Diamond. Foto: DarkOperator, 2005.
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1 comment:
El blackout... muy bien, muy bien. Buen desenlace para una noche también inusitada
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