Un pueblo de Colorado se convierte en el punto de encuentro de estas especies letales, los Alien, espantosas contorsiones de la imaginación surrealista de H. R. Giger (a quien por fin Hollywood da su debido crédito), y los Predator, creados por las entrañas de una larga tradición del cine de horror. Mejor que la entrega anterior y peor que cada una de las primeras apariciones de los monstruos en el cine, el filme, sin embargo, es capaz de satisfacer las expectativas generadas por la publicidad y ofrece un atisbo del planeta de los Predator. También, de lo que sucede cuando semejantes seres combinan sus respectivos códigos genéticos.
Las actuaciones son buenas y muy buena la dirección, en cambio el guión de Shane Salerno es débil pero efectivo y los diálogos tolerables. El filme recurre con demasiada frecuencia a homenajes y citas de rigor: La noche de los muertos vivientes, Los pájaros, Alien, Predator y otros filmes de cuyos nombres no quiero acordarme aportan algo a la atmósfera y el desenvolvimiento de la lica. En fin, el espectador enfrenta a un ejercicio de cine gore realizado, como dicen los gringos, by the book, pero con toques que van más allá del llamado del deber, como podrá comprobar cualquier persona que, como yo, haya visto eclosionar larvas de cucaracha de una ooteca por medio de un sistema óptico de magnificación. Así sucede en una escena inspirada en ese hecho, especialmente perturbadora ya que los directores, Colin y Greg Strause, sin piedad, decidieron transgredir ciertas fronteras de lo tolerable en el cine.
Foto: Kino Kharkou.
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