La Glotonería, según una ilustración para El Infierno de Dante, Electronic Arts, 2011. |
Nunca supe su verdadero nombre. Ni su identidad. Decía ser puertorriqueña, pero la evidencia -giros idiomáticos, afirmaba haber conocido a Bosch, o cierta aversión contra la cultura haitiana, sobre todo al vudú- apuntaban a una dominicana. Tal vez era cuarentona, pero aparentaba mucho menos porque era una auténtica chica ochentera. No recuerdo cómo la conocí, dónde, ni por quién. Era bella, seductora y dueña de su propia vida.
Dominante en el sentido maslowiano, con ella venía siempre un Igor faldero, repugnante por su abyecta sumisión. No estaba seguro de si sostenían intimidad, hasta cuando ella me pidió cierta ayuda, con fingida pena. No tenía más de unas cuantas semanas de frecuentarla y a pesar de eso me pareció lógica su petición.
"Hemos conversado poco, pero suficiente, se nota que eres liberal, inteligente y un perfecto sinvergüenza. Necesito un chofer y quiero que seas tú el elegido. Tendrás que manejar mientras este chico y yo hacemos el amor en la banqueta trasera del auto. Deberás vestir kepi, guantes y saco largo". Me aconsejó que lo pensara, total, faltaba todavía una semana para su aniversario de pareja y así lo planeaba celebrar.
Pero, antes del lapso establecido me llamó para decirme que siempre gracias, que sentía pena pero que el hombre había rajado por temor a la situación política del país; en fin, era razonable, estabamos en plena era de los macetones.
Todo siguió como si nada. Con excepción de que nos acercamos aún más. La conocí mejor, las visitas a su apartamento se hicieron habituales. Durante las mismas tanto el Igor como su mucama desaparecían de la vista. Mientras por encima aparentabamos una relación nerdoide, las verdaderas corrientes que nos motivaban se manifestaban por medio del cine y la literatura.
Notorias fueron las pláticas después de ver, de Passolini -tal vez Las Mil y Una Noches-, de Buñuel (Cet obscur objet du désir, para más señas, lo cual nos motivó a leer la novela de Pierre Louÿs, La Femme et Le Pantin, La Mujer y el Pelele); pero más sobre la antipsiquiatría de I Never Promised You a Rose Garden o de la destructividad de un amor obsesivo y esquizoide como lo pinta François Truffaut en L'Histoire d'Adèle H. Casi nos rajamos la cara por esa.
No había intimidad en el sentido físico pero a esas alturas nuestros encuentros públicos o privados generaban tales presiones que, de haber habido helio entre los dos, se hubiese convertido en metálico. A veces se cortaba el aire con navaja, por la densidad que dejabámos en los ambientes. Mientras yo intentaba analizarla siguiendo a Linda Goodman, ella me acusaba de ser un sacerdote encubierto, una especie de jusuita de salón decimonónico al acecho de herejías o cismas contra el orden establecido. Al final resultaba todo en un tour de force insoportable. Algunas personas que se reunían con nosotros salían huyendo de nuestro lado espantadas porque no entendían nada. Yo tampoco entendía nada, se trataba de un amor caótico, asexual, enfermo. Pero no fue el peor. Otro par me acecharía más adelante.
Las reuniones en su apartamento eran alucianantes: siempre llegaba gente nueva, desconocida, malhablada y de dudosa categoría. A juzgar por las cosas vistas y oídas a nadie la faltaba la plata. Nunca fueron de cinco invitados, casi siempre hombres de vez en cuando acompañados por chicas muy llamativas y a duras penas vestidas. La mucama, siempre presente, era una morena de ojos grandes, que de no ser por el uniforme bien hubiese pasado por estudiante de la Marro o la URL. Era la segunda después de la patrona, es decir, el Igor le debía obediencia. Conforme fueron pasando las semanas el tipejo me empezó a parecer digno de lástima. Jamás platiqué con él, ni salió con nosotros. En la reuniones se quedaba un rato, nada más, y luego desaparecía sin que su fantasmal prescencia dejara rastro alguno en ella (nunca hablaba de él).
Todo en aquél enigma era hacia afuera. Nunca revelaba nada de sí misma, de su pasado, planes a futuro o de sus gustos personales y cuando quería era capaz de sostener durante horas una poker face impenetrable. Me estaba enloqueciendo. Solo, por pequeñas fisuras en el bien armado muro que la rodeaba, pude atisbar que una de sus grandes pasiones era el ocultismo, con la magia ceremonial como eje central de toda su existencia. Pero no seguía a ningún sistema conocido, más bien creo ahora, había creado su propio ideosistema ecléctico. A veces, para aminorar un tanto su indetenible afición a las apariencias, y fingir que abría su corazón, platicaba de cosas que le gustaban y lo hacía con soltura y autoridad sobre joyas y piedras preciosas, moda de verdaderos altos coturnos (como si nada citaba un par de encuentros "personales" que había tenido con Hubert de Givenchy en París, apenas unos años atrás). Otros de sus temas favoritos, que a veces se repetían hasta la saciedad -he de reconocer-, eran la gastronomía extrema -me hubiese gustado ver con ella La Grande Bouffe- y el sexo.
Este último le venía como anillo al dedo para escandalizar a mucha gente. Aparte del cine y la literatura compartíamos una nostalgia mórbida por eras pasadas. A los dos nos hipnotizaba Janet Taylor Caldwell con su Romance of Atlantis. Sin el menor miramiento lógico o racional, ella afirmaba que algún día volvería al siglo XVIII, y yo que lo haría a las arenas del circo romano. Ambos compartimos la doctrina de la reencarnación, rendimos culto a los gatos siguiendo textos del antiguo Egipto, abominamos el New Age y buscamos afanosamente las fuentes más antiguas de la magia caldea y asirio-babilonia. Nada de eso fuera evidente, todo se daba como un movimiento contracultural sordo, una especie de ping-pong que jugábamos sin raquetas, pelota o mesa tan siquiera.
"Agua que no corre cría moscos". Así sucedió. O peor, "agua que no has de beber, por lo menos ensuciala". Nos empezamos a contaminar el uno con la ponzoña del otro. Nuestros últimos encuentros me recordaban a la danza de dos escorpiones fuertemente asidos, explorándose lentamente para encontrar el punto débil y por ahí inocular veneno. Cuando por fin decidí generar una interrupción en aquel aparente continuo fallido, pasó algo que habría de marcarme por siempre y con más intensidad que sus amenazantes intenciones de tatuarme con su sello personal, ¡ah! porque tenía ex libris, o peor, de usar un hierro candente al estilo de en L'histoire d'o (otro de sus libros y filmes favoritos junto con Yo fui una de ellas, de la Condesa Calvany).
Me llamó una noche para invitarme a cenar, pero tenía que ser en ese momento, "porque tal vez no habría otra a futuro". Su voz no revelaba ansiedad, pero sentí apremio y corrí a encontrarme con ella. Serían ya casi las 22:00 horas de un jueves cualquiera.
La puerta pareció abrirse sola, detrás no estaba como siempre la mucama. Entré buscandola viendo hacia delante. "Hola" me dijo. Voltee. Ahí estaba, sin nada más que un microdelantal puesto. "¿Te preparo la cena?"... Antecedente, principio o primera provocación, según mi pobre entender, preludio de un largo extasis, abandono a los más refinados placeres sensoriales.
En vez, desatamos nuestro infierno sobre la Tierra. Si las erinas nos sobrevolaron antes, ahora teníamos a las furias como fieles consejeras y entrañables esperanzas. Empezó la guerra y estaba solo contra ella. No los necesitaba, pero entonces sus viles peones, Igor y mucama, se convirtieron en cerbero y cerbera en contra mía. Un vago sentimiento surgió entonces de las regiones reptilescas de mi cerebro, excitando fondos bajos que nunca antes había conocido. Por fin tiré la toalla y desaparecí de su vista, esperando que fuera para siempre.
No recibí ni una llamada. Apenas nos encontrábamos en alguna parte fingíamos no habernos visto. Y como no teníamos ya amigos comunes, nadie sabía nada de nadie. Fueron seis largos meses. Un día me armé de coraje y fui a buscarla. Solo quería verla, convencerme de que por mucho que la hubiese idealizado se trataba, al final, de un perfecto engendro.
"Si buscás a la Señora hay malas noticias porque se fue desde hace dos meses", dijo el portero-guardián y pseudoadministrador del edifico donde vivía, y lo hizo con evidente satisfacción. "La buscamos porque dejó pagados un par de meses adelantados antes de irse". Salí. La puerta del lugar me pareció más pequeña, la tarde dejaba caer una luz amarillenta, mortecina y el aire parecía gelatinoso y nauseabundo.
No supe más de ella. El sueño que alguna vez pensé irrealizable, separarme, se convertiría en una pesadilla perenne, omnipresente, en mi único y posible modo de vida. Nunca se dejó fotografiar, jamás escribió una carta y como sentía profunda aversión contra la tecnología no sé si existe en los espacios virtuales. Estuvo bajo mi piel durante años hasta que uno de esos otros bichos que me acechaban me sirvió para purgarla, y para que ocupara, pero más brevemente, su lugar.