Tres años y medio de traidos, ya en pláticas promatrimoniales, y
LILITh decidió echarme
vicks. Así de simple la mujer dijo que mejor debía pensarlo porque sentía que yo la llevaba como en un carrito cuesta abajo, hacia el matrimonio. Como corresponde en esos casos fingí demencia y recordé aquél consejo impreso en un manual de
IBM: "
If program crashes, stop procedure, correct and CONTinue".
Sí pues. Las primeras dos noches fueron de perros, de insomnio, autorrecriminaciones y despecho. Una ranchera no me hubiera ganado. Al tercer día, como la visita y el pescado, ya hedía: se me miraba lo hecho mierda que estaba. Enters Enio para salvarme de tan anegado estado de conciencia. "¿Qué putas tenés vos, te dejó tu traida?" Muy en contra de mi buena voluntad me vi en la obligación moral de reconocerlo.
Y a pesar de que él también le llevaba ganas a la susobicha, me ofreció sus buenos oficios para arreglar el clavo. Pero antes, ya había pasado frente a mi aquella larga y tediosa, estereotipada, tripa de frases de consuelo: "Las mujeres son como las camionetas, una se va pero viene otra. Todas las mujeres son iguales, hoy es esta, mañana será otra", etc. "¡Nos reunimos mañana, te voy a llevar a un lugar en donde te arreglarán así este clavo!", y chasqueó los dedos.
Tardó siglos en llegar el día siguiente, pero llegó. A las tres de la tarde pasó por mi para llevarme a una casa que merodea al Cerrito del Carmen, situada a un medionivel más bajo que la banqueta. Tocó la puerta y no tardó mucho en abrirla una señora vestida de negro. Entramos y al hacerlo viajamos dos o tres décadas atrás en el tiempo.
Para empezar, por el aspecto de las señoras. Eran dos hermanas, bien entradas en las seis décadas, rigurosamente vestidas de negro con un traje de dos piezas. Las faldas caían bien debajo de la rodilla, usaban medias terapéuticas y los zapatos, de discreto tacón, ostentaban como único adorno una hebilla dorada de considerable tamaño. Mitones de encaje, cofia y velo oscuro frente al rostro remataban el atuendo. Las cejas estaban rasuradas por completo y en su lugar las pintaban con crayón café oscuro. Encima del excesivo maquillaje blancuzco, colorete rosado destacaba sus mejillas. La boca se la pintaban de rojo intenso en forma de corazón, para aparentarla de menor tamaño. Una de ellas estilaba un lunar pintado cerca del labio superior.
Y para seguir, por la decoración del domicilio: muchas flores de muchas especies, sobre mesas, el vano de la única ventana y repisas que colgaban de las paredes. El olor del ambiente era intenso, acentuado por las flores y subrayado por un leve rastro de Agua de Florida. Además mantenían velas encendidas. "Muy buenas tardes joven", se acercó la que aparentaba más años. "¿Me dice don Enio que está apesarado porque lo dejó la noviecita?". "Sí, viera que la chava me cortó de un día para otro...".
"No se apene, no se apene...", replicó la otra con un suave demán que parecía destinado a reconfortar fieras desbocadas. "Siéntese acá" y señaló a una silla que estaba al lado de una antigua mesa de madera. Tomó una baraja española, la frotó con Agua de Florida, musitó oraciones ininteligibles y me leyó mis destinos. Nada halagüeños en cuanto a romances, según me dijo. Una bola estaba cubierta con un trapo morado, pero se adelantó explicándome que no sería útil para los menesteres que me llevaron a ellas. En su lugar, afirmó que lo mejor sería leer las hojas del té.
Metió la mano bajo la mesa y tomó unas cuantas, bien secas. Las bañó con alcohol, las encendió con un fósforo y las apagó lo antes posible con papel húmedo de periódico. Todavia chispeantes, las levantó y sentenció con voz solemne, sin quitarles la mirada: "La mujer vuelve, de eso no cabe duda. Las hojas no mienten. Mire aquí -y señaló la orilla quemada-, se ve perfectamente el contorno de una mujer que suplica de rodillas". "Así que tenga paciencia, es cuestión de tiempo para que ella se hinque ante usted y reconozca su error. Pero no desepere jovencito. ¡No! Cuando llegue esa hora, ¡hágase el difícil, qué le cueste, qué pague por lo que le hizo!". Luego, dijo que para asegurar el buen exito del augurio sería ncesario que colocara tales días, tales flores, en cada uno de los puntos cardinales de mi dormitorio y que rezara ciertas oraciones.
Tras pagarles 10 quetzales salimos, no sin antes agradecerles sus servicios, para visitar a una de las novias de mi cuate. Una asombrosa morenaza. Por supuesto, LILITh vivía en mi mente, fija, sin tregua y a toda hora. En una reunión que tuvimos después le conté lo acaecido y por supuesto también, con más ganas todavía, me terminó de mandar a la mierda. Y ahí hubiese terminado la historia, si no es por otro encuentro, pero televisivo, con las dos agoreras.
Una noche estaba viendo Aquí El Mundo, hoy de infame recordación. Para mi sorpresa, mientras el presentador aullaba que habían detenido a dos estafadoras porque le habían prometido algo a alquien, sin cumplirle, pero habiéndole cobrado, ví en la pantalla a las dos sexagenarias grabadas en su casa. Un judicial de aquella época les decía algo así como: "Señoras, las vamos a conducir por mentirosas y estafadoras". "¡Ah sí! -le dijo una- las cartas no mienten señor, se lo puedo demostrar". " A ver pues, quiero ver", contestó con desafío el judicial. La señora, con toda dignidad y parsimonia, tomó su mazo de naipes y sin más se puso a leerlo: "¡Mire señor! ¡Aquí dice claramente que usted se tiene que cuidar, porque debe mucho, y ya le va a llegar la hora!". El hombre, con voz quebrada y ademanes que delataban temor le preguntó: "¿Qué más dice allí, me va a pasar algo?".
Nunca volví a saber nada de aquellas señoras, ni siquiera supe sus nombres. Hubiese querido entrevistarlas, pero la idea me llegó tarde. Muy tarde.