Foto: Pirateada de elPeriódico. |
"Si lo que querés es estudiar latín deberías hablar con Orlando Falla, en la Universidad del Valle", me dijo Daisy de Prentice al entregarme una copia de la Arcana Coelestia, de Swedenborg. Los ocho volúmenes en 8vo. menor se veían tan imponentes como inescrutables. Así supe de este erudito y por eso lo conocí, para tomar clases con él. Me pareció curioso, siempre, que no se hubiesen hecho amigos con mi padre porque ambos profesaban el latín y el griego antiguo, ambos eran políglotas y amaban a la Historia, sobre todo a sus aspectos militares.
Lo que no sabía y me sorprendió cuando lo supe, es que don Orlando, versado como muy pocos en las profundiades de la Semántica y académico excelso de las letras fue, en otros tiempos, profesor de Matemáticas y más todavía, cuando supe que las había abandonado decepcionado de la Teoría de Conjuntos. En mi adolescencia vi los últimos rescoldos de aquella polémica. En las aulas de la Universidad Mariano Gálvez escuché a verdaderos potentados de la Ingeniería quienes, reglas de cálculo en mano, ladraban contra ella. Se burlaban, por ejemplo, del Conjunto Vacío: "¡Aja! o sea que algo sin nada es alguna cosa", espetaba alguno, para que otro le hiciese eco con un comentario similar a: "sólo a Eduardo Suger se le podría ocurrir que semejante absurdo podría tener alguna validez". Las carcajadas de quienes los escuchaban les servían como coro.
Las clases con don Orlando, en los jardines de la Del Valle eran un remanso en medio de la tormenta en la que nos hundíamos entonces. La Guerra Interna ya laceraba con fuerza a todo aquél que tuviese un bit de cerebro. En la Del Valle, donde estudiaba Antropología, el establishment académico quería ignorarla en aras de un mejor desempeño. Los de la San Carlos decían que los estudiantes de la Del Valle eramos serviles a los intereses de la CIA, mientras, los de la Marro nos consideraban rojos "porque no se comprometen con un claro ideal libertario", me comentó alguna vez un alumno de Economía de esa U.
Para don Orlando el latín debía enseñarse como cualquier lengua viva y para ello utilizaba un método basado en la Gramática Estructural. Infernal al principio, facilitaba la comprensión después, cuando los fundamentos, o las formas de la lengua, estaban ya firmemente establecidos. Las clases cesaron entre los dos pero surgió una mistad que se encontraba de vez en cuando, más que todo por medio de breves llamadas telefónicas.
Don Orlando se declaraba un alcohólico de libros, ahora diríamos un bookaholic. Pero, a diferencia de otras víctimas de semejante vicio, él devoraba sus libros, era imposible aplicarle aquella crítica de Borges: "como todo poseedor de una biblioteca, Aureliano se sabía culpable de no conocerla hasta el fin". Cuando le presté un ejemplar de De Rerum Natura, de Lucrecio, lo leyó de inmediato y sin remilgios emprendió el estudio de una gramática sánscrita que obtuve por medios dudosos. La verdad, sólo vi la caligrafía de esa lengua y puse pies en polvorosa. Pero no don Orlando. La paciencia, el riguroso método y la disciplina que aprendió de los jesuitas le rindieron frutos toda la vida.
No podría parecer razonable, pero en alguna etapa de mi vida hombres como él fueron un role model para mi. Sólo diferíamos en un eje fundamental y era en el religioso. Nuestras teologías pertenecían a dos eras diferentes y pronto aprendimos a discutir sobre ese tema como líneas paralelas que se siguen siempre la una a la otra, pero sin llegar nunca a tocarse.
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