Tuesday, April 25, 2006

Dos encuentros con el cigarrillo

I
Allá, a pricipios de los 80, no existían las tiendas de conveniencia, habían cerrado la Colombiana Super, de la zona 1, única que atendía las 24 horas y yo, de todos modos, estaba en Gillette, sobre la Roosevelt, y además eran casi las dos de la mañana.

El 23 trabajaba despacio. El sistema de explosión de materiales calculaba uno por uno los requerimientos de materias primas para cubrir la producción de la fábrica de los próximos seis meses. Sobre el pequeño escritorio yacía el memo, repetido sin cesar mes a mes, con la firma de O. Hamilton, de Gillette Interamericas Inc., basada en Panamá: "...please find above mentioned subject covering the period"... bla, bla, bla. Me aburría. El hábito me hizo meter la mano en la gaveta entreabierta para buscar un cigarrillo. Tomé la cajetilla, la abrí sin ver, pero cuando recorrí su interior con el dedo la encontré vacía.

Salí un momento. Aquella noche no llevé el auto, un pobre Buick Century V8, de casi 3,000 cc que habría de encontrar pronto un horrible fin. Llegué a la planta y pregunté por algún fumador. "No", me respondieron, "no vas a encontrarlo porque aquí todos somos evangélicos". La angustia se apoderaba de mi y la urgencia por nicotina se decuplicó de inmediato. Al ver el mohín de mi rostro el jefe de turno, no recuerdo ahora quién era, se limitó a darme un consejo: "tal vez don Pedro", el guardia de garita, "te pueda ayudar".

No trascurrió ni un momento. "Don Pedro ¿no tiene un cigarrito por ahí?". "Que vá hombre, hace años dejé ese vicio y usted debería hacer lo mismo ya" (sabio consejo de viejo que ignoré por más de una década), "pero déjeme ver qué hago, ahí lo molesto más tarde".

Volví a mi pequeña oficinita, al escritorcito y a la abominable e interminable lentitud del 23 sólo para perder el sentido. No sé cuánto más tarde, abrí los ojos y una bocanada de nicotina imaginaria llegó hasta mi garganta. La angustia y la desesperación del síndrome de abstinencia se hicieron presentes de un golpe. Tan duro, que como con mazo me devolvió con dolor a la vigilia. El 23 seguía su inexorable cálculo mientras yo, aturdido y molesto, tenía la imagen de un cigarrillo, de cualquier cigarrillo, en la mente hasta que tomé una bocanada de aire y me resigné a postergar la espera hasta el amanecer. Entonces llegarían los demás compañeros, casi todos fumadores, y desaparecería la necesidad.

De pronto recordé, tenía un puro, un King Edward, en alguna parte. Media hora después la oficinita estaba patas arriba y yo tenía una cajetilla de Edwards vacía en la mano. Cuando por fin me rendía apareció don Pedro. "Tenga, mátese con su propia mano" y me entregó tres cigarrillos, un Marlboro y dos Belmont.

"Don Pedro, ¿cómo los consiguió?". "Ah, no fue problema, le pedí al guardia de la siguiente garita, pero como él tampoco fuma, hizo lo mismo con el de la siguiente, hasta llegar a uno que sí tenía de los que a usted le gustan, porque he visto que prefiere los Marlboro. Los Belmont fueron sólo porque, usted sabe, uno no es ninguno". "Gracias don Pedro...".

Entre las 03:30 y las 04:00 horas aspiré la bocanada de humo más exquisita de mi vida, y no la he olvidado todavía.


II
Ya no recuerdo la fecha. Era adolescente y me esperaba un examen parcial al día siguiente. Eran las once de la noche, mi madre había salido, el Álgebra de Baldor dormía tranquila sobre mi escritorio mientra me regodeaba con un pasaje del Bebé de Rosemary, de Ira Levin. ¡Qué alegre!, era un hecho, ganaría la prueba, por fácil y porque el profesor, a quien apodamos El Bolo Galindo, un ingeniero venido a menos, no tendría, según yo, agallas para clavarnos. Por tanto, como solíamos, invoqué el conjuro sagrado, "me pela la verga", y seguí leyendo a Levin.

Un rato más tarde descubrí que el último cigarro True se había vuelto humo hacía rato. Fui al dormitorio de mi madre pero no encontré un solo cilindro nicotinoso. No tenía puros, ni tabaco de pipa, nada. Resistí quince minutos antes de salir de la casa. Las calles aledañas a la once avenida, iluminadas por las luminarias verdes de entonces inspiraban tranquilidad. El llamado de los grillos, los ladridos de algún perro lejano y el canto de un gallo acompañaron mis pasos hasta llegar a la Calle Martí.

De allí enfilé hacia La Parroquia. No había tiendas abiertas, tampoco gasolinerías. Pero sí descubrí una cantinucha, instalada en lo que fuera el zaguán de una casa, separada del resto del inmueble por una cortina roja. Una chica, de unos veinte años tal vez, me recibió con una sonrisa. "¿No tenés cigarros, le pregunté?". "¿De qué marca?". "La que sea vos". "Mirá", me dijo con tono de disculpa, "aquí y a esta hora la cajetilla vale Q5" (entonces los chicleros la vendían, si no recuerdo mal, a Q0.25). "No importa", le respondí, "dámela".

La chica se fue y volvió. "Mira, dice el dueño que no, que si la querés vale Q10". "Bueno", le dije, derrotado, "así no me alcanza". Salí apresurado, vi la calle en ambas direcciones y empecé a caminar, más frustrado que cólerico. Volteé a ver porque sentí pasos detrás mío. Era la chica, "esperáte", me dijo, mientras me tomaba de la mano para darme tres cigarrillos marca Alas. "Tené, llevátelos". "Gracias", le dije, viendo a sus ojos. Bajó la cabeza, sonrió, apretó mi mano y se despidió. "Tengo que regresar rapido, ojalá nos veamos de nuevo".

Cuando volvía a casa ya no vi luces, no escuché grillos, ni perros o gallos porque en mi mente estaba el rostro de la chica; en mis oídos, sus palabras, y en mi tacto, la sensación de su mano. Sólo fumé uno de los cigarrillos y guardé los otros, como soliamos decir entonces, "para símbolo". Permanecieron en mi dormitorio durante mucho tiempo hasta que una noche de carencias de nicotina los devoró, mientras especulábamos sobre filosofía con Rodrigo Fanjul. No recuerdo cómo me fue en aquella prueba de matemáticas y me alegra haberla olvidado. Nunca volví a ver a la chica, aunque sí la fui a buscar un par de veces.

Fotos:
Why Smoke?; Paper Boy News.

1 comment:

Duffboy said...

Increíbles historias. Se que no voy a fumar toda la vida, al menos no sistemáticamente. Mientras me decido a limitar el vicio, I salute you, antiguo vecino de la 11 avenida.