La Galería Ana Lucía Gómez abrió sus puertas en 2004. Hoy, tan solo seis años después no se reinventa, no se transforma ni renova: da un salto cuántico. Tras "one year in the making", su nueva sede, que se realizó empezando desde la primera piedra, ocupa un espacio espectacular que nada le debe a sus similares de Miami, Boston o Nueva York.
Sus altas puertas transparentes forman parte de un paralelepípedo cuyo volumen fue diseñado para devorar obras de gran formato. En su muestra inaugural, un gato gigante de Estefanía Valls Urquijo acechaba como venido desde la noche de los tiempos y, a pesar de su tamaño, le quedaba suficiente espacio frente a sí por si hubiese querido saltar hacia la entrada. Mientras, al fondo, una estatua de Javier Marín, de tres metros de altura, parecía pivotar sobre sí al arte clásico y al posmodernismo, pero aunque me hizo recordar a la Venus de Ille (de Prosper Merimée), en vez de temerle me sentí muy cómodo en sus cercanías, gracias a la magia de la Galería.
A pesar de su imponente fábrica, son mil metros cuadrados de construcción, 700 de ellos dedicados a exhibición, la galería luce aérea, acogedora. Está destinada a las grandes firmas, pero también a las noveles que sean dignas de ella. En el segundo piso hay un espacio abierto, ideal para instalaciones, encuentros o sólo para estar allí, meditando sobre las obras. Incluso las pinturas de Roberto Cortázar se veían cómodas en sus muros y eso que son enormes.
Si pensamos con Vassily Kandinsky que todo acto creativo surge de la lucha contra el caos, la Galería Ana Lucía Gómez podría defiinirse como un excelso lienzo tridimensional dentro del cual los artistas podrán ordenar sus obras como en muy pocos lugares más en Guatemala y América. Felicitaciones Ana Lucía por el logro y el esfuerzo, pero también por dedicar este magnífico espacio a una de las más altas aspiraciones del espíritu humano: el arte.
Fotos: klavaza, 2010.
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