Vamos a paso rapido hacia el pasillo que nos pondrá frente al Moustruo. Alguien de seguridad del concierto se encarga de verificar si portamos el brazalete correspondiente, nos admite y nos colocamos lo más cerca del escenario en un espacio que podría definirse como el foso. Aglomerados, con la expectativa al máximo y un rugiente público atrás, esperamos aún otro largo momento. Alguien de la seguridad pasa ladrando y empujando, quieren un corredor libre entre ese público y nosotros. Nos apretamos aún más. A pesar de todo, y contando experiencias pasadas, estos tipos en realidad no se portaron tan peor.
Empieza a elevarse el telón de fondo que dice Korn, como lento precursor. El anticipo cede por fin cuando truena la primera canción. El escenario está en la penumbra, más oscuro que gris. Un deslumbrante destello me distrae, estoy viendo por medio de la pantalla de una camarita de video, cargando un equipo fotográfico analógico, pesado, incómodo. Me distraigo un segundo cuando veo en primera fila a una chica que llora en suprema catársis. Vuelvo la vista al escenario, ya puedo ver mejor. Ahí está: Munky, con su blanco antifaz, inmóvil, histriónico, viendo al rugiente público con mirada impasible, cual sacerdote de un culto nuevo: la consagración por medio del rock. Empiezo a cavilar sobre la escena y recuerdo a Hellraiser, a la escena de las imágenes religiosas. Entonces un sonido bajo, poderoso, como martillazo de Thor me empuja hacia atrás, mi cuerpo se comprime y mis oídos se adormecen por un momento. El sobresalto me saca de las cavilaciones y me arrastra al concierto: una hora, una hora y media de abandono hacia una dimensión que sólo había atravesado cuando allí, en ese mismo estadio, comulgué con otro público, o tal vez el mismo, con la atronante macumba de Sepultura.
No hubo macumba con Korn, en cambio, sí un indetenible tsunami sonoro que de pronto me tomó, me arrastró consigo y me llevó a los confines, a lo que Huxley denominó las antipodas de la mente. Sin más estimulante que la música misma, sin imágenes eidéticas ni fosfenos, sin más que el sentimiento bruto, desatado cual un Kracken primitivo, de sublime, pero temible, belleza.
"¿Ha estado alguna vez en un rave o en un partido de fút?", preguntó alguna vez el filosófo austriaco Karl Popper: "Son las religiones del futuro", sentenció. Pero se equivoca, señor mío: el futuro de las religiones está en el rock. ¿Ha estado usted alguna vez en un conciderto de rock señor Popper?
Fotos: klavaza, 2010.