"No puede ser", dijo el Aguafiestas, "él es inmortal".Cuando mueren, ciertos famosos se llevan consigo algo de nosotros. Las risitas nerviosas en la oficina, las cabezas viendo a la tele o a la Red a la espera de confirmar, y lo peor, los recuerdos, los recuerdos que se agolpan uno tras otro en un instante: una era se va con Michael Jackson, el Rey del Pop, título otorgado por Elizabeth Taylor.
Se va dejándome el soundtrack del romance más importante de mi vida, al niño genio malogrado, a sus extrañas manías, sus colecciones bizarras (quizo comprar los huesos del Hombre Elefante y se apoderó de los derechos de las canciones de los Beatles), a su voluntario deseo de ser cobaya humana en manos de médicos pisteros; pero sobre todo a sus logros, al hombre que fusionó desde R&B a Rock, desde Blues a Pop, al maestro de baile y al maestro de siguientes generaciones. Así lo afirman Justin Timberlake y Ricky Martin.
Thriller marcó un antes y un después en la música popular y un antes y un después en mi apreciación musical. Gracias al video mi espectro se amplió hasta límites que me eran desconocidos, más allá de los dogmas metaleros y de los formalismos clásicos. Lamento su partida, bastante prematura, que se da cuando la estrella intentaba volver y el público ya estaba esperándola con los brazos bien abiertos. Pocos decesos de famosos me han dajado hondas impresiones relacionadas con mi propia vida, como éste, el de Rodolfo Guzmán Huerta fue otro y el de John Lennon, también. Con Huerta murió otro mito, inmortal según yo, con Lennon la esperanza de un mundo mejor y con Jackson la última parte que me anclaba a una cosmovisión que empiezo a sentir caduca.
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