"China ha convertido a Tibet en el infierno sobre la Tierra", declaró el Dalai Lama al ponderar los 50 años del sojuzgamiento del Techo del Mundo. La política exterior de China con respecto al tema siempre ha sido agresiva, basada en gritar primero y más fuerte, algo así como la aplicación a gran escala de aquél dicho, "antes de que digan, digo". El fin: encubrir una continuada y ruda política de exterminio cultural y propiciar un holocausto genético para imponerse sobre el territorio. Lo triste es que todos esos crímenes, por supuesto realizados con la complicidad de un Occidente medio sordo, ciego y mudo, se reducen a un comunismo mesianista, trasnochado e hipócrita, legado de las más profundas paranoias del líder Mao Zedong (a quien, por cierto el Dalai Lama dedicó palabras de admiración en una entrevista). A su vez, tapadera de las más bajas intenciones expansionistas, vocación milenaria de chinos y comunistas. Como dijo Borges, con esa capacidad que sólo él tenía para devolver a las palabras su verdadero significado, "es el espanto".
China no tiene excusa ante la historia, tampoco el mundo, y al Reino Medio debería importarle porque, al fin y al cabo, sobre la Historia se fundamentó su teología política. Y la esperanza, por si se tiene, de que el comunismo es el padre de la destrucción de Tibet, es vana. También Taiwán, RoC, exige al territorio para sí. Incluso India reclama una parte.
Mala lección, la que me deja Tibet. Por desgracia me recuerda al trillado pero vigente dicho romano, "si vis pacis, para bellum". Será imposible, creo, volver a verlo libre de las fauces del dragón chino, a menos que se derrame más de una gota de sangre.
Imagen: DanMex.
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