Menos mal, Claudia, que para vivir no se necesita licencia para conducir. Como si la vida fuera una autopista, algunas personas van rapido y otras despacio. Unas son bruscas, otras dóciles. En fin, hay de todo. De entre ese barullo, carreras, embotellamientos y accidentes, si uno se elevara y viera desde arriba descubriría que algunos de los viajantes se distinguen de los demás por buenos, por malos, por imbéciles, por extremos o por especiales.
Tu estás en ese último grupo, te distinguís por tantas cosas que denumerarlas sería perder el tiempo. En vez de eso, te digo que en poco tiempo has logrado lo que muchos ni siquiera sueñan tras 80 años de existencia. Basta con leer tu poesía, tus columnas (que muchas veces también son poemas vestidos de prosa) y ver cómo te esforzás en pro de los demás (unos se darán cuenta, otros no, pero eso no importa).
De plano te falta por hacer y te falta por lograr. Por eso te deseo muy feliz cumple, por todo lo que es tuyo de manera legítima (porque aparte de tu legado genético lo que tenés te pertenece por lucha propia) y, por lo que nos falta verte alcanzar, que sigás cumpliendo muchos más. Tu camino podrá ser corto o largo, según querrás sentirlo. Y recordá siempre, siempre: "hay que vivir como si fueramos a morir mañana, y planificar como si vivieramos eternamente".
Deseo que las diosas te bendigan de hoy en adelante con una vida plena de satisfacciones físicas y emocionales, con una espiritualudad rica y una riqueza espléndida y, sobre todo, que nos sigan dotando con esas inteligencia, perseverancia y gran corazón que se llaman Claudia Navas Dangel.
Y yo, aquí, me tomo, como si fuera mi derecho, hacer tuya la licencia de conducir de Bukowski, no para que vivás como aquél viejo sucio (Dirty old man), pero sí para que sigás tu ruta, como lo hizo él, con plena libertad, como un triunfo de tu voluntad (Triumph des Willens, de Leni Riefenstahl, porque de Nazi, algo tenés) y como un ejercicio de absoluta, hedonista, tuya y singular satisfacción.
Bueno Mounstruo, recibí un gran abrazo con el cariño de hoy y de siempre. León.
Fotos: China Highway; Sun Goddes, por Frank Frazetta, según Court Jones; Fotograma de la cinta Olympia de Leni Riefensthal; Licencia de conducir de Charles Bukowski, The Beat Museum.
Friday, April 28, 2006
Tuesday, April 25, 2006
Dos encuentros con el cigarrillo
I
Allá, a pricipios de los 80, no existían las tiendas de conveniencia, habían cerrado la Colombiana Super, de la zona 1, única que atendía las 24 horas y yo, de todos modos, estaba en Gillette, sobre la Roosevelt, y además eran casi las dos de la mañana.
El 23 trabajaba despacio. El sistema de explosión de materiales calculaba uno por uno los requerimientos de materias primas para cubrir la producción de la fábrica de los próximos seis meses. Sobre el pequeño escritorio yacía el memo, repetido sin cesar mes a mes, con la firma de O. Hamilton, de Gillette Interamericas Inc., basada en Panamá: "...please find above mentioned subject covering the period"... bla, bla, bla. Me aburría. El hábito me hizo meter la mano en la gaveta entreabierta para buscar un cigarrillo. Tomé la cajetilla, la abrí sin ver, pero cuando recorrí su interior con el dedo la encontré vacía.
Salí un momento. Aquella noche no llevé el auto, un pobre Buick Century V8, de casi 3,000 cc que habría de encontrar pronto un horrible fin. Llegué a la planta y pregunté por algún fumador. "No", me respondieron, "no vas a encontrarlo porque aquí todos somos evangélicos". La angustia se apoderaba de mi y la urgencia por nicotina se decuplicó de inmediato. Al ver el mohín de mi rostro el jefe de turno, no recuerdo ahora quién era, se limitó a darme un consejo: "tal vez don Pedro", el guardia de garita, "te pueda ayudar".
No trascurrió ni un momento. "Don Pedro ¿no tiene un cigarrito por ahí?". "Que vá hombre, hace años dejé ese vicio y usted debería hacer lo mismo ya" (sabio consejo de viejo que ignoré por más de una década), "pero déjeme ver qué hago, ahí lo molesto más tarde".
Volví a mi pequeña oficinita, al escritorcito y a la abominable e interminable lentitud del 23 sólo para perder el sentido. No sé cuánto más tarde, abrí los ojos y una bocanada de nicotina imaginaria llegó hasta mi garganta. La angustia y la desesperación del síndrome de abstinencia se hicieron presentes de un golpe. Tan duro, que como con mazo me devolvió con dolor a la vigilia. El 23 seguía su inexorable cálculo mientras yo, aturdido y molesto, tenía la imagen de un cigarrillo, de cualquier cigarrillo, en la mente hasta que tomé una bocanada de aire y me resigné a postergar la espera hasta el amanecer. Entonces llegarían los demás compañeros, casi todos fumadores, y desaparecería la necesidad.
De pronto recordé, tenía un puro, un King Edward, en alguna parte. Media hora después la oficinita estaba patas arriba y yo tenía una cajetilla de Edwards vacía en la mano. Cuando por fin me rendía apareció don Pedro. "Tenga, mátese con su propia mano" y me entregó tres cigarrillos, un Marlboro y dos Belmont.
"Don Pedro, ¿cómo los consiguió?". "Ah, no fue problema, le pedí al guardia de la siguiente garita, pero como él tampoco fuma, hizo lo mismo con el de la siguiente, hasta llegar a uno que sí tenía de los que a usted le gustan, porque he visto que prefiere los Marlboro. Los Belmont fueron sólo porque, usted sabe, uno no es ninguno". "Gracias don Pedro...".
Entre las 03:30 y las 04:00 horas aspiré la bocanada de humo más exquisita de mi vida, y no la he olvidado todavía.
II
Ya no recuerdo la fecha. Era adolescente y me esperaba un examen parcial al día siguiente. Eran las once de la noche, mi madre había salido, el Álgebra de Baldor dormía tranquila sobre mi escritorio mientra me regodeaba con un pasaje del Bebé de Rosemary, de Ira Levin. ¡Qué alegre!, era un hecho, ganaría la prueba, por fácil y porque el profesor, a quien apodamos El Bolo Galindo, un ingeniero venido a menos, no tendría, según yo, agallas para clavarnos. Por tanto, como solíamos, invoqué el conjuro sagrado, "me pela la verga", y seguí leyendo a Levin.
Un rato más tarde descubrí que el último cigarro True se había vuelto humo hacía rato. Fui al dormitorio de mi madre pero no encontré un solo cilindro nicotinoso. No tenía puros, ni tabaco de pipa, nada. Resistí quince minutos antes de salir de la casa. Las calles aledañas a la once avenida, iluminadas por las luminarias verdes de entonces inspiraban tranquilidad. El llamado de los grillos, los ladridos de algún perro lejano y el canto de un gallo acompañaron mis pasos hasta llegar a la Calle Martí.
De allí enfilé hacia La Parroquia. No había tiendas abiertas, tampoco gasolinerías. Pero sí descubrí una cantinucha, instalada en lo que fuera el zaguán de una casa, separada del resto del inmueble por una cortina roja. Una chica, de unos veinte años tal vez, me recibió con una sonrisa. "¿No tenés cigarros, le pregunté?". "¿De qué marca?". "La que sea vos". "Mirá", me dijo con tono de disculpa, "aquí y a esta hora la cajetilla vale Q5" (entonces los chicleros la vendían, si no recuerdo mal, a Q0.25). "No importa", le respondí, "dámela".
La chica se fue y volvió. "Mira, dice el dueño que no, que si la querés vale Q10". "Bueno", le dije, derrotado, "así no me alcanza". Salí apresurado, vi la calle en ambas direcciones y empecé a caminar, más frustrado que cólerico. Volteé a ver porque sentí pasos detrás mío. Era la chica, "esperáte", me dijo, mientras me tomaba de la mano para darme tres cigarrillos marca Alas. "Tené, llevátelos". "Gracias", le dije, viendo a sus ojos. Bajó la cabeza, sonrió, apretó mi mano y se despidió. "Tengo que regresar rapido, ojalá nos veamos de nuevo".
Cuando volvía a casa ya no vi luces, no escuché grillos, ni perros o gallos porque en mi mente estaba el rostro de la chica; en mis oídos, sus palabras, y en mi tacto, la sensación de su mano. Sólo fumé uno de los cigarrillos y guardé los otros, como soliamos decir entonces, "para símbolo". Permanecieron en mi dormitorio durante mucho tiempo hasta que una noche de carencias de nicotina los devoró, mientras especulábamos sobre filosofía con Rodrigo Fanjul. No recuerdo cómo me fue en aquella prueba de matemáticas y me alegra haberla olvidado. Nunca volví a ver a la chica, aunque sí la fui a buscar un par de veces.
Fotos: Why Smoke?; Paper Boy News.
Allá, a pricipios de los 80, no existían las tiendas de conveniencia, habían cerrado la Colombiana Super, de la zona 1, única que atendía las 24 horas y yo, de todos modos, estaba en Gillette, sobre la Roosevelt, y además eran casi las dos de la mañana.
El 23 trabajaba despacio. El sistema de explosión de materiales calculaba uno por uno los requerimientos de materias primas para cubrir la producción de la fábrica de los próximos seis meses. Sobre el pequeño escritorio yacía el memo, repetido sin cesar mes a mes, con la firma de O. Hamilton, de Gillette Interamericas Inc., basada en Panamá: "...please find above mentioned subject covering the period"... bla, bla, bla. Me aburría. El hábito me hizo meter la mano en la gaveta entreabierta para buscar un cigarrillo. Tomé la cajetilla, la abrí sin ver, pero cuando recorrí su interior con el dedo la encontré vacía.
Salí un momento. Aquella noche no llevé el auto, un pobre Buick Century V8, de casi 3,000 cc que habría de encontrar pronto un horrible fin. Llegué a la planta y pregunté por algún fumador. "No", me respondieron, "no vas a encontrarlo porque aquí todos somos evangélicos". La angustia se apoderaba de mi y la urgencia por nicotina se decuplicó de inmediato. Al ver el mohín de mi rostro el jefe de turno, no recuerdo ahora quién era, se limitó a darme un consejo: "tal vez don Pedro", el guardia de garita, "te pueda ayudar".
No trascurrió ni un momento. "Don Pedro ¿no tiene un cigarrito por ahí?". "Que vá hombre, hace años dejé ese vicio y usted debería hacer lo mismo ya" (sabio consejo de viejo que ignoré por más de una década), "pero déjeme ver qué hago, ahí lo molesto más tarde".
Volví a mi pequeña oficinita, al escritorcito y a la abominable e interminable lentitud del 23 sólo para perder el sentido. No sé cuánto más tarde, abrí los ojos y una bocanada de nicotina imaginaria llegó hasta mi garganta. La angustia y la desesperación del síndrome de abstinencia se hicieron presentes de un golpe. Tan duro, que como con mazo me devolvió con dolor a la vigilia. El 23 seguía su inexorable cálculo mientras yo, aturdido y molesto, tenía la imagen de un cigarrillo, de cualquier cigarrillo, en la mente hasta que tomé una bocanada de aire y me resigné a postergar la espera hasta el amanecer. Entonces llegarían los demás compañeros, casi todos fumadores, y desaparecería la necesidad.
De pronto recordé, tenía un puro, un King Edward, en alguna parte. Media hora después la oficinita estaba patas arriba y yo tenía una cajetilla de Edwards vacía en la mano. Cuando por fin me rendía apareció don Pedro. "Tenga, mátese con su propia mano" y me entregó tres cigarrillos, un Marlboro y dos Belmont.
"Don Pedro, ¿cómo los consiguió?". "Ah, no fue problema, le pedí al guardia de la siguiente garita, pero como él tampoco fuma, hizo lo mismo con el de la siguiente, hasta llegar a uno que sí tenía de los que a usted le gustan, porque he visto que prefiere los Marlboro. Los Belmont fueron sólo porque, usted sabe, uno no es ninguno". "Gracias don Pedro...".
Entre las 03:30 y las 04:00 horas aspiré la bocanada de humo más exquisita de mi vida, y no la he olvidado todavía.
II
Ya no recuerdo la fecha. Era adolescente y me esperaba un examen parcial al día siguiente. Eran las once de la noche, mi madre había salido, el Álgebra de Baldor dormía tranquila sobre mi escritorio mientra me regodeaba con un pasaje del Bebé de Rosemary, de Ira Levin. ¡Qué alegre!, era un hecho, ganaría la prueba, por fácil y porque el profesor, a quien apodamos El Bolo Galindo, un ingeniero venido a menos, no tendría, según yo, agallas para clavarnos. Por tanto, como solíamos, invoqué el conjuro sagrado, "me pela la verga", y seguí leyendo a Levin.
Un rato más tarde descubrí que el último cigarro True se había vuelto humo hacía rato. Fui al dormitorio de mi madre pero no encontré un solo cilindro nicotinoso. No tenía puros, ni tabaco de pipa, nada. Resistí quince minutos antes de salir de la casa. Las calles aledañas a la once avenida, iluminadas por las luminarias verdes de entonces inspiraban tranquilidad. El llamado de los grillos, los ladridos de algún perro lejano y el canto de un gallo acompañaron mis pasos hasta llegar a la Calle Martí.
De allí enfilé hacia La Parroquia. No había tiendas abiertas, tampoco gasolinerías. Pero sí descubrí una cantinucha, instalada en lo que fuera el zaguán de una casa, separada del resto del inmueble por una cortina roja. Una chica, de unos veinte años tal vez, me recibió con una sonrisa. "¿No tenés cigarros, le pregunté?". "¿De qué marca?". "La que sea vos". "Mirá", me dijo con tono de disculpa, "aquí y a esta hora la cajetilla vale Q5" (entonces los chicleros la vendían, si no recuerdo mal, a Q0.25). "No importa", le respondí, "dámela".
La chica se fue y volvió. "Mira, dice el dueño que no, que si la querés vale Q10". "Bueno", le dije, derrotado, "así no me alcanza". Salí apresurado, vi la calle en ambas direcciones y empecé a caminar, más frustrado que cólerico. Volteé a ver porque sentí pasos detrás mío. Era la chica, "esperáte", me dijo, mientras me tomaba de la mano para darme tres cigarrillos marca Alas. "Tené, llevátelos". "Gracias", le dije, viendo a sus ojos. Bajó la cabeza, sonrió, apretó mi mano y se despidió. "Tengo que regresar rapido, ojalá nos veamos de nuevo".
Cuando volvía a casa ya no vi luces, no escuché grillos, ni perros o gallos porque en mi mente estaba el rostro de la chica; en mis oídos, sus palabras, y en mi tacto, la sensación de su mano. Sólo fumé uno de los cigarrillos y guardé los otros, como soliamos decir entonces, "para símbolo". Permanecieron en mi dormitorio durante mucho tiempo hasta que una noche de carencias de nicotina los devoró, mientras especulábamos sobre filosofía con Rodrigo Fanjul. No recuerdo cómo me fue en aquella prueba de matemáticas y me alegra haberla olvidado. Nunca volví a ver a la chica, aunque sí la fui a buscar un par de veces.
Fotos: Why Smoke?; Paper Boy News.
Saturday, April 08, 2006
Reflexiones de verano
¡Ah, qué sitio el de Computer History! Me encantó, me deleita haber vivido aunque sea un segmento de aquellos momentos. Recuerdo, de nuevo, cuando en IBM se referían con pleno desprecio a los programadores de PC como a los peceros. También, al lío interno que generó la venida del RS/6000 a Guatemala, la gente de S/34, S/38 y de un incipiente AS400 veían a esa máquina y a su versión de Unix, mejorada por IBM según un boletín, de soslayo.
En fin, recuerdos. Entonces doña Martha Julia de Rodríguez dominaba con mano férrea al Educacional de IBM y Franklin Juárez era el experto en mainframes pero me resolvía muchas dudas de RPGII. ¿Qué fue de la señora? No lo sé. Franklin, en cambio, montó un templo a Sai Baba y ahora, según me informan, está en Chicago. Don Chepe Chepe, otrora gurú del Assembler, de quien se decía había logrado una inversión de matrices en RPG, ya se fue al Ciberespacio y lo perdí para mi proyectado libro sobre historia de la computación en Guatemala.
La Computación no es una disciplina que mire al pasado. Siempre será un campo del futuro. Como sugiere Nicholas Negroponte en su artículo final, cuando decidió dejar su columna sindicada, "Terabit access, petahertz processors, planetary networks, and disk drives on the heads of pins...", algo así es lo que esperan ver los usuarios finales y la gente de sistemas en la propaganda y en los artículos de las revistas de tecnología.
Lo que sí nunca dejará de ser, es un campo para chavos quienes, a la vez que programan, bajan archivos de la última estrella adolescente, que guardan fotos porno desde hace una década y que escuchan tecno, hip-hop, reggaeton o metal por igual sin ningun remilgio. Que juegan lo último de Eidos o de Microsoft con una baraja de chicas desnudas escondida en la gaveta del mueble de su compu.
Y esto será tan cierto como la Ley de Moore mientras no haya más mujeres o evangélicos en el gremio. Igual, de la clase de hombre que sueña con una muñeca manga hecha realidad, uniformada como alumna de algun colegio de señoritas. En fin, lo contrario de aquél experto de IBM, siempre de corbata y camisa blanca, sin jamás concebir que una computadora serviría para almacenar otra cosa que no fueran listas que se traducirían en dinero para la empresa que arrendaba los equipos. Los tiempos cambiaron, Big Blue.
Ahora ya parecen palabras bíblicas las de William Gibson cuando definió ciberespacio en Neuromancer, allá en los lejanos años 90, "Cyberspace. A consensual hallucination experienced daily by billions of legitimate operators, in every nation, by children being taught mathematical concepts... A graphic representation of data abstracted from banks of every computer in the human system. Unthinkable complexity. Lines of light ranged in the nonspace of the mind, clusters and constellations of data. Like city lights, receding"...
En aquel momento fueron proféticas, ahora me suenan trilladas, incluso anticuadas. Pero, como lo hacen desde que las leí por primera vez, me erizan la piel.
Fotos: IBM, Realdoll y William Gibson Books.
En fin, recuerdos. Entonces doña Martha Julia de Rodríguez dominaba con mano férrea al Educacional de IBM y Franklin Juárez era el experto en mainframes pero me resolvía muchas dudas de RPGII. ¿Qué fue de la señora? No lo sé. Franklin, en cambio, montó un templo a Sai Baba y ahora, según me informan, está en Chicago. Don Chepe Chepe, otrora gurú del Assembler, de quien se decía había logrado una inversión de matrices en RPG, ya se fue al Ciberespacio y lo perdí para mi proyectado libro sobre historia de la computación en Guatemala.
La Computación no es una disciplina que mire al pasado. Siempre será un campo del futuro. Como sugiere Nicholas Negroponte en su artículo final, cuando decidió dejar su columna sindicada, "Terabit access, petahertz processors, planetary networks, and disk drives on the heads of pins...", algo así es lo que esperan ver los usuarios finales y la gente de sistemas en la propaganda y en los artículos de las revistas de tecnología.
Lo que sí nunca dejará de ser, es un campo para chavos quienes, a la vez que programan, bajan archivos de la última estrella adolescente, que guardan fotos porno desde hace una década y que escuchan tecno, hip-hop, reggaeton o metal por igual sin ningun remilgio. Que juegan lo último de Eidos o de Microsoft con una baraja de chicas desnudas escondida en la gaveta del mueble de su compu.
Y esto será tan cierto como la Ley de Moore mientras no haya más mujeres o evangélicos en el gremio. Igual, de la clase de hombre que sueña con una muñeca manga hecha realidad, uniformada como alumna de algun colegio de señoritas. En fin, lo contrario de aquél experto de IBM, siempre de corbata y camisa blanca, sin jamás concebir que una computadora serviría para almacenar otra cosa que no fueran listas que se traducirían en dinero para la empresa que arrendaba los equipos. Los tiempos cambiaron, Big Blue.
Ahora ya parecen palabras bíblicas las de William Gibson cuando definió ciberespacio en Neuromancer, allá en los lejanos años 90, "Cyberspace. A consensual hallucination experienced daily by billions of legitimate operators, in every nation, by children being taught mathematical concepts... A graphic representation of data abstracted from banks of every computer in the human system. Unthinkable complexity. Lines of light ranged in the nonspace of the mind, clusters and constellations of data. Like city lights, receding"...
En aquel momento fueron proféticas, ahora me suenan trilladas, incluso anticuadas. Pero, como lo hacen desde que las leí por primera vez, me erizan la piel.
Fotos: IBM, Realdoll y William Gibson Books.
Friday, April 07, 2006
Lamento
Dejaste mi corazón vacío
Polvoriento
Pleno de odio
Ocultaste la luz de mi horizonte
Asolaste lo poco que era mío
Me dajaste sin ideas
Sin esperanzas
Tampoco creo
Ni amo
Ni amaré
Ni tendré algo de nuevo
Sólo una cosa buena has dejado
Tu recuerdo
Grabado: Escudo de armas de la Muerte (o Escudo de armas con cráneo), por Albrecht Dürer, Alemania, 1503, 8.5" x 6.1", según Artnet.
Polvoriento
Pleno de odio
Ocultaste la luz de mi horizonte
Asolaste lo poco que era mío
Me dajaste sin ideas
Sin esperanzas
Tampoco creo
Ni amo
Ni amaré
Ni tendré algo de nuevo
Sólo una cosa buena has dejado
Tu recuerdo
Grabado: Escudo de armas de la Muerte (o Escudo de armas con cráneo), por Albrecht Dürer, Alemania, 1503, 8.5" x 6.1", según Artnet.
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