Ángel se levantó desnudo y erecto, abrió la ventana para atender a un hombre desarrapado quien, con un rápido ademán, le entregó una bolsa con algo pesado dentro. Sin saludo ni despedida lo vio seguir su camino. Curioso la abrió. Quiso contenerse pero el estremecimiento lo hizo gritar. Dentro estaba la cabeza decapitada del Cristo del Templo de los Mercedarios. Tenía el cráneo abierto. Algunas partes del cerebro latían al azar irradiando destellos blanquecinos con un intolerable olor a incienso y mirra. Una corona de espinas naturales, clavada en la frente sangrante, brillaba con luces doradas y plateadas. Más abajo, los inmensos ojos de la imagen parecían verlo suplicantes, con magnetismo e infinita tristeza. Ángel quiso evadirlos pero no pudo. Estuvo hipnotizado por ellos hasta que una micción incontrolable lo devolvió a la vigilia.
Con escaso vigor logró sentarse en la cama recién humedecida, mientras jadeaba por la pesadilla que atribuyó a un aftereffect de la orgía, el licor y las drogas de la noche anterior. Recuerdos de rostros y gemidos, interrumpidos por dolor y tremor fino eran los diarios legados de su vida nocturna. Aunque no lo recordaba, hoy cumplía una década desde que Melissa lo había iniciado en esa rutina desenfrenada, limitada sólo por la resistencia de un cuerpo que empezaba a dar señales de serio agotamiento.
Eran las cuatro de la tarde, su hora habitual para levantarse. Aderezaba su cabello con una cadena de oro, frente al espejo de cuerpo entero del baño, cuando sonó el timbre. Irritado por la insistencia lanzó la cadena. Recorrió con lentitud casi cincuenta metros para llegar hasta la puerta de su casa, un viejo monumento del Centro Histórico lleno de recuerdos familiares, nostalgias y secretos plenos de vergüenza.
Primero acercó el ojo a la mirilla. Abrió. Apareció ante él un hombre demacrado, un ser macilento, repugnante y hediondo, próximas delicias de zopes sin buen gusto. Ángel retrocedió sin dejar de verlo, temeroso de tocarlo pero compungido al encontrarlo hundido en semejante fango. También sintió cólera y desprecio porque aquél hombre se aferraba a una vida indigna a pesar de saber cómo terminar con ella. “En fin”, pensó, “esto le pasa a los magos chapuceros que andan orinando tumbas”.
“¿Hablaste con Melissa?”, le preguntó la entidad, “ya no puedo más, necesito volver a verla”. “No creo que le interese. Además no puede ayudarte, el proceso quedó a medias. Tal vez tu único alivio sea cruzar el último umbral, tal vez a la gloria, tal vez al abismo. Con gusto te ayudaré”, le dijo Ángel alejándose aún más.
Con disimulo llevó a su visita hasta un salón reservado para entrenar artes marciales. De una gaveta sacó una réplica de un gladius hispaniensis y se la entregó. “Con destreza la muerte no duele. Te recomiendo hacerlo en el templo de La Merced (cuando mencionó el nombre sintió el estremecimiento de nuevo). Escondéte allí y atravesáte el corazón a las tres de la mañana de un sábado”.
“¿De dónde sacaste ese día y la hora?”. “Del Phlegon de Mirabilibus”, respondió Ángel con aire solemne. “¿Ese es un libro o un grimorio?”, inquirió la piltrafa. “Lo cita Sheridan LeFanu”, le afirmó, consciente de su mentira blanca. “Ahora, largáte de aquí, no volvás jamás. Otra cosa, Melissa no te verá de nuevo”.
Con el visitante también se fue el mal olor. Si no fuera por la hediondera Ángel bien podría haber pensado que vivió una extensión de la pesadilla. Volvió al baño, recogió la cadena y se sintió satisfecho por haber ayudado con un consejo. “Soy todo un mecenas, le di una espada cara traída de España”, se dijo, ufano por su buena obra del día, y empezó a pensar qué haría para celebrar. Era la tarde de un viernes.
El andrajoso pero aún pedante individuo decidió aceptar su destino. Con paso lento entró a la iglesia para buscar dónde podría pasar inadvertido hasta la madrugada del sábado. Pero nomás se acomodó en una banca volvieron el tinitus y sus horribles secuelas, se tapó las orejas con las manos y para su fortuna durmió.
Cuando abrió los ojos vio la cara de un indigente que gesticulaba sin cesar. Era tarde y el hombre le aconsejaba no pasar la noche dentro, “cuentan que espantan, que espantan horrible en la madrugada cuando nadie acudirá en tu ayuda aunque grités. Varios, por el miedo, han amanecido muertos, desangrados”. El tipo se fue porque alguien apagaba las luces. “Las sombras evitan que otros me vean y me desprecien. Pero hoy, hoy es el fin. Al fin viene la noche con su paz eterna”.
Acostado sobre el suelo entre una banca y otra logró esconderse. Cuando el sacristán cerró tras sí una puerta interior un silencio obsceno se apoderó del templo. Apenas eran las ocho de la noche. “Comeré la última ración”, se dijo. Tomó un último resto crudo de corazón de vaca y lo saboreó como si fuera la mejor vianda del mundo. Decidió permanecer sentado pero volvió a perder el sentido.
El reloj del altar sonó las dos. Un siseo sordo, bajo, despertó al pobre hombre. Percibió a la oscuridad sobrecogedora y por primera vez en meses sintió miedo. Sabía que algo reptaba cerca y que lo rodeaba para cazarlo. No tardó en sentirse paralizado, mudo y frío. “La muerte se acerca, me ahorra el trabajo”, pensó. Cuando calló el siseo Melissa apareció frente a él, con su luz verde, su hedor y su desprecio. Sintió cuando le quitaba el gladius para blandirlo, elevarlo y dejarlo caer. Antes de que el filo se hundiera en sus carnes quiso gritar, pedir clemencia y llorar, pero habría sido inútil porque de un tajo aquel despiadado alcaudón* le cercenó un brazo y después el otro.
El dolor lo hizo volver a la realidad. Entonces comprendió: quien reptaba era él, para huir, seguido por los pasos silenciosos de su impávido verdugo. Un relámpago le permitió ver que se arrastraba hacia el Sagrario. Viejos textos, jeroglíficos, fragmentos cuneiformes, runas y hasta ideogramas chinos y japoneses danzaban frenéticos en su mente. Pero cuando intentaba fijarse en alguno para iniciar un rito de protección se le convertían en grotescas caricaturas de rostros deformes, burlones e insultativos, espetando chistes de doble sentido.
Cuando alcanzó al comulgatorio, empujándose con las rodillas y las puntas de los zapatos, logró hincarse para suplicar. Mientras Melissa levantaba el arma para ablarle con sumo placer una de las piernas recordó al Necronomicón. Allí había leído que cuando se desatan las peores potencias, las que ningún conjuro puede contener, el único recurso es defenderse con una oración cristiana (no se atrevió a nombrarla). Extenuado agotó sus últimas energías para empezar a musitar, “Pater noster, qui es in caelis, sanctificetur nomen tuum. Adveniat regnum tuum...”, pero no llegó al final del rezo porque se desvaneció. Ya no escuchó cuando Melissa, con voz dulce pero despectiva, le dijo, “que te valga tu latín”.
A las cuatro y media de la madrugada un sacristán, blanco como fantasma, despertó al cura. “¿Qué te asusta tanto, no crees que ya lo hemos visto todo?”, le preguntó el docto teólogo jesuita, sin voltear a verlo. “Padre, padre, otro indigente troceado apareció en la iglesia, pero no le cortaron la cabeza, está vivo y no para de murmurar, tal vez porque ya se va a morir”.
*El Alcaudón (Lanius sp), es un ave de vistoso aspecto, de pico ganchudo y comportamiento similar al de un halcón, común en España y en extinción en Gran Bretaña. Para algunos naturalistas es como una rapaz dentro del grupo de los paseriformes. Es de hábitos predatorios y suele cazar a otros pájaros, como jilgueros; o a pequeños roedores, como al ratón de campo. Una costumbre típica del alcaudón es insertar a sus victimas en espinas a modo de pequeñas despensas a las cuales acudirá en caso de necesidad (texto tomado de, Alcaudón, publicado en la Wikipedia).
Foto: Lanius senator, L 1758, tomada del sitio web, Alcaudón Común.
Links relacionados: Vae Victis, Melissa I; Liminis Abyssi, Melissa III; Non Omnis Moriar, Melissa Epílogo; Secta, Melissa 0.
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