Monday, July 11, 2005

Sunspider

Completé la invocación. Apagué las velas y cerré la Pequeña Clavícula. La luz tenue, el aroma del incienso indio, la transparencia de la atmósfera, el canto gregoriano y la incertidumbre, común después de una ceremonia, sobre si lo visto y oído serían ciertos, me inspiraron un Déjà Vu intenso. -En fin-, me dije, -ya veremos si funciona-.

Un movimiento visto de reojo me hizo desviar la mirada. Fijé la vista y allí estaba, casi la había olvidado. Era un escorpión de viento, una hembra, que amaneció un día sobre mi almohada. Cuando la tomé con la mano izquierda, me dejó un indeseable recuerdo, -caca de araña- pensé, inofensiva.

Sentí modorra, eran las 11 de la noche. Alguna idiotez en la televisión fungió como un golpe en la sien y perdí la conciencia. Un manto negro me envolvió para fundirme con un todo imaginario. El descanso era total, pero no por mucho. Un ruido lejano y un chillido me despertaron.

Siguieron murmullos, cantos sordos y destellos. Me escrutaban. Rostros horrorosos se detenían cerca de mí por largo rato. Quería gritar, huir de aquellas caras y del miedo, un miedo sin razón, pero sólo conseguía hundirme de nuevo en la vacuidad del manto negro.

Quise erguirme pero no pude, sentía como si un puño gigante apresara mi cuerpo. Jadeaba, tenía el estómago hundido, los brazos y piernas como piedras y los párpados cosidos. Además, un zumbido reventaba mis oídos.

Tampoco podía hablar, no sentía la lengua y tenía muy alta la temperatura. Un olor nauseabundo me desesperaba. Empecé a rezar y por respuesta obtenía la visión deforme, sardónica y caricaturesca de la diosa Bast.

El olor me hizo vomitar. Abrí los ojos y me felicité por sobrevivir a semejante pesadilla. Volví a dormir, pero con luz. Al día siguiente, mientras me duchaba, me pareció jocoso, por infantil, el miedo que había sentido.

El agua fría me provocó escalofríos que me hicieron perder el equilibrio. Mientras caía, pensaba, -tal vez no fue caca, sino ponzoña-, pero recordaba que esa especie no posee glándulas venenosas.

El terror volvió. El agua me golpeaba con gotitas, al principio, y con martillos después. De nuevo la parálisis, el olor y la náusea. Ahora deseaba vomitar para despertar como la vez anterior. El agua me llegaba hasta la cara porque al caer había tapado la reposadera. Por fin, el vómito salvador. Quedé en la oscuridad -voy a seguir durmiendo-, pensé.

Ahora estaba en una sala. La escorpiona, encerrada en una caja transparente, me veía con la cabeza levantada, posición que estimé imposible para ella. -Sí puedo-, me dijo. Sentí alegría, no cualquiera habla con un arácnido. -Lástima-, me dije, -hubiera preferido abejas o escorpiones de verdad-, supongo que saben más.

Es obvio que el animal era capaz de leer la mente, porque movió la cabeza de un lado al otro. -Sé todo lo que saben ellos, lo mío y más aún. Puedo hacer cosas inimaginables para ti: mira, levanto la tapa y eso, tú, no lo puedes hacer-.

La conversación se alargaba pero la luz se apagó. Volvieron el frío, el olor nauseabundo y ahora faltaba el aire. -La araña tiene la respuesta-, me dije. La visualicé en mi mente. Apareció luminosa, radiante. Sólo dijo, -gestalt-.

-Eso es, debo completar el diálogo-. A pesar de la parálisis y un dolor intolerable volví a la sala en mi imaginación. -Mira-, me dijo, -puedo levantar la tapa, tú no-. -Claro que puedo-, le dije, y presioné con todas mis fuerzas, pero era incapaz de mover el techo de la habitación. De pronto lo tenía a centímetros de la cara.

-No te das cuenta-, sentenció la araña, -te enterraron vivo, eso es todo. Pero no importa, dentro de un rato ya van a estar muertos tú y tu pesadilla-. Entonces entendí, no podía gritar porque ya había agotado el aire dentro del ataúd.

A
Robert Bloch. Foto: Sunspider, 2004.

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