Foto: Cortesía de Historical Replicas. |
El ataque sería incontenible de no ser porque quien se
defendía supo cómo acabar con aquella plaga: debía sellar el agujero de donde
surgían. Para ello tenía una esfera de pedernal, tan pulida que su brillo
competía con el blanco del cielo; pero debía lanzarla contra el centro de la
abertura sin fallar, o de lo contrario perdería su única y preciosa
oportunidad.
Mientras, las entidades seguían contra ella. Para su fortuna
se trataba de lances sin orden, estrategia o inteligencia. Por eso, y porque en
realidad era muy ducha con su espada, los detenía. Era casi como darle y darle
a una piñata, con la diferencia de que aquí, si fallaba, perdería la vida.
Por fin tomó la decisión que pensaba sería la salvación de
su existencia. En medio de aquél
pandemonium silencioso, porque las entidades no emitían sonido alguno, lanzó
con total confianza la esfera de brillante pedernal. Dio en el centro de la que
parecía abrirse cual vulva desde el centro del cielo. El ataque se desvaneció
como por arte de magia.
Sintió gran alivio, respiró y se acuclilló para descansar.
Solo entonces apreció la inmensa terraza donde se encontraba. Sabía que sus
voladizos de 20 metros de largo no se hacían evidentes, porque estaba sobre
ellos, y que eran remates impresionantes de una fábrica arquitectónica de más
de 100 metros de altura. Acabada en un brutal y despiadado concreto armado fue
un digno monumento de la era de la Gran Noche y recuerdo de los peores ritos
negros, cuyo perpetradores, ha mucho desaparecidos, se desvanecieron sin haber
pagado nada de lo mucho que debieron.
Así cavilaba cuando empezó una lluvia de confites. Eran
piezas cuadradas tornasol. “Tal vez son para celebrar mi triunfo”, pensó no sin
cierta candidez, tal vez rayana en falta de inteligencia o provocada por las
infaltables molestias de su perenne síndrome premenstrual. Se dispuso a volver
a su lugar de origen. Se volteó y vio al suelo, para no seguir exponiendo su
vista al centelleante blanco que hería no solo a sus ojos, sino a todo su
cuerpo.
La pareció escuchar una risita sardónica, casi un murmullo.
Sintió un frío en el cuerpo. Su instinto guerrero la hizo volverse en posición
defensiva, lista de nuevo para la batalla. Tras de sí estaba, y a considerable
distancia, un caballero armado. Era anacrónico en todo sentido. Desde por su
corcel blanco uñado de brillante plata, hasta por la armadura, rematada por un
yelmo cuyo visor en forma de cruz, único brillo dorado del conjunto, era tan
estrecho como para ocultar muy bien los ojos.
Había algo desagradable en sus proporciones, era demasiado
delgado, de hombros muy caídos. Sus rodelas estaban fuera de lugar. Le pareció,
es más, que se trataba de una desagradable y mal hecha caricatura de un
caballero andante y por eso lo subestimó, es más, lo comparó con su propio
cuerpo, bien musculado, como para medir cuán amenazante sería. "Como todo hombre debe ser hediondo, mediocre y repugnante", se dijo como para darse confianza.
Sin palabras, como que para ella era su día de silencios, el
ser levantó una lanza y se dirigió contra ella a todo galope. Pan comido: rajó
al arma con un solo golpe de su espada. Otra risita. Se alejó de ella y volvió
a la carga blandiendo un espadón mucho más pesado, al menos en apariencia, que
la masa de toda la armadura.
Ahora ya no fue tan fácil. Para evitar una herida mortal
debió moverse mucho, brincar y con su espada detener los embates cada vez más
fuertes y mejor calculados que le obsequiaba semejante oponente de pesadilla.
Ya jadeaba y transpiraba cuando logró quebrar al espadón con
un afortunado golpe (lo sabía, de suerte). Ya no hubo risita. El caballero se
alejó de ella trotando, para volver a todo galope, ahora con una esfera de
picos, unida a un mango por medio de una cadena negra que cuando golpeaba al
suelo provocaba profundas rajaduras que lanzaban esquirlas de concreto hacia
todas direcciones.
Sintió ganas de huir. En verdad, pero un imperioso llamado
la hizo seguir adelante, sobre todo cuando sintió pasar la esfera a centímetros
de su cabeza, acompañada de un aire muy frío. A pesar de su profesado amor por
los animales la desesperación la hizo volverse taimada. Golpeó con fuerza una
de las patas del caballo. El animal pareció bufar sin emitir ruido alguno y
cayó sin más. Mientras su amo se ponía de pie casi de inmediato, el noble bruto
se retiró a una esquina, reculando.
La esfera pasó de nuevo muy cerca, mucho más. Pero tanto
como para permitirle romper la cadena de un solo tajo. La masa voló fuera de su
vista dejando libre la cadena que apenas sí rozó uno de sus muslos, lo cual
reveló su verdadera naturaleza. No se traba de metal, sino de materia orgánica
cuyas células urticantes la hicieron doblarse hacia adelante. El dolor
provocado por el golpe, seguido de lacerantes llagas rojizas y sanguinolentas, lograron
que perdiera la atención durante un segundo. Un segundo, sí, en el reloj,
porque en su conciencia fue una eternidad suficiente para que la alcanzara otro
cadenazo, esta vez contra su hombro. Por fortuna fue el derecho, porque era más
hábil y resistente con su lado izquierdo.
Comprendiendo que el tiempo se le iba se lanzó con todo lo
que podía tener contra aquél repugnante caballero que no ostentaba divisa
alguna. Se dejó caer, para fingirse débil, estrategia cuyos frutos rindieron de
inmediato. En cuanto su oponente bajó la cabeza para darle el golpe de gracia,
ella, sin más miramiento, le amputó el pie derecho. Cayó, como esperaba, y con
otro golpe certero hizo lo mismo contra la mano que blandía la cadena.
Entonces el caballo, de un brinco inmenso, se acercó y le
regaló una coz a la cara que apenas pudo esquivar, aunque alcanzó al hombro
herido. Como consecuencia de tan excelente golpe y estrategia sintió que perdía
el aire de los pulmones y del estómago. Tosió mientras se erguía. De nuevo, con
profunda congoja, cayendo otra vez al suelo a la vez que pasaban sobre ella
cuatro raudos y letales cascos rajó en dos al vientre de la bestia
desentrañándola para despedirla.
En el suelo tratando de erguirse estaba el caballero. Con la
punta de su espada le arrancó el yelmo. Quedó descubierta la cabeza pequeña y
estrecha de una mujer joven, rubia, pero de mal ver y peor hedor. La hizo
levantar el rostro asiéndola por el cabello. La cabeza rodó hasta quedar
inmóvil, viéndola fijamente. Los ojos profundamente verdes la fascinaron al
principio, hasta cuando los comparó con certeza con los de una serpiente.
Entonces esa mirada le pareció venenosa y le recordó a la vieja Medusa. Una vez
más cavilar le costó caro.
La cabeza voló hacia ella con las fauces abiertas. Dio
contra un codo, clavando sólo uno de sus colmillos, gracias a las guardas
sintéticas que nunca dejaba de ponerse. Como afeitando una excrecencia se la
quitó de encima con su espada. Antes de que cayera o volara de nuevo, la partió
en cuatro partes. En dos longitudinales, primero, y en dos verticales, seguido.
Despojos que dejaron sobre el suelo una baba verdosa de olor nauseabundo. Para
estar segura, hizo lo mismo con el resto del cuerpo y también con la bestia
yacente (porque aun respiraba).
Pasaron la carnicería y la adrenalina. Extenuada volvió
sintiéndose semiderrotada. ¿Por qué, si había vencido, sentía que se trataba de un triunfo pírrico? Cavilaba de nuevo. Abrió los ojos. Una luz entre verdosa y
blancuzca, muy intensa, la hizo cerrarlos y voltear la cabeza. Alguien de bata
blanca le dijo que tendrían que implantarle un antebrazo nuevo, que había tenido
suerte porque ese tipo de ponzoña de haber seguido por el torrente sanguíneo
hacia la cabeza la habría matado, que hubiese sido una muerte espantosa y que
nadie se explicaba cómo se había empantanado debajo del codo.
Y le explicaba no sin mostrar alegría en la voz que solo ese
apéndice, de todos modos en ya avanzado estado de necrosis, le había sido
amputado.